lunes, agosto 27, 2007

En casa de cuchillero...

De a poco voy mejorando mi existencia material.

Hoy, vagando por San Telmo después de comer, entré en una tienda en la esquina de Tacuarí y México, atraído por las enormes ollas de aluminio que lucían en el escaparate.

La panza llena de matambre a la portuguesa, estaba con ganas de comprar algunos cuchillos de carne Tramontina, esos serruchitos que pueblan las mesas de los restaurantes porteños, desde los más grasas hasta los más elegantes. Sólo varía la materia de la manga: en éstos, es de madera; en aquellos, de plástico negro.

Conversé con el dueño de la tienda, un viejo amable que sonrió cuando le pregunté si tenía “cuchillos de bistec,” la traducción directa del inglés que se me vino a la mente.

Me mostró varios modelos. Yo los inspeccioné con cuidado, deseoso de hacer una buena elección una vez que me enteré de los precios – más altos que había supuesto, pero no tan altos para disuadirme de comprar lo que, de repente, me parecía una necesidad del hogar.

Al final, compré cinco de manga de madera. Mientras él los envolvía en hoja de diario, le repetí mi repulida micro-autobiografía, contestando la pregunta típica que mi anglicismo había provocado.

Una vez que me cobró, le agradecí y le di la mano.

Fue sólo en ese instante, mientras mi mano atravesaba el mostrador, cuando vi que en lugar de dedos, su mano derecha tenía cuatro muñones.

Luego, al salir, se me ocurrieron dos cosas: primero, no obstante la ausencia digital, me apretó la mano como un caballero, sin vacilar; y, segundo, este tipo de encuentro debe de ser el origen de un buen refrán.

miércoles, agosto 22, 2007

Diálogo de la lengua (fragmento)

Terminamos otro litro cuando Facundo Floripondio le comentó lo siguiente a Stu, dándole la botella vacía:

-Andá a comprar otra; a vos te toca.

A lo cual Stu respondió, sin vacilar:

-Que andes vos… a la reputa que te reparió.

-Pero ¿qué te pasa, loco?

-¿Qué me pasa a mí? Estoy en pedo y fui yo el que pagó por toda la cerveza que tomamos esta noche, vagoneta de mierda.

Facu miró al redentor trucho austral(iano) con una cara de asombro total antes de responderle, esta vez con un tono mucho más suave.

-Sabés, es impresionante cómo has captado el argentino.

-Al final, añadí yo, no es de sorprender: el chabón tiene el don de lenguas.

-No, no, pero estoy hablando en serio, protestó Facu. Mirá, como los dos saben, hablo inglés remal, pero me defiendo en francés, eh. Y no es por casualidad: me pasé dos años en la Bélgica, después de recibirme. Así que entiendo lo difícil que es aprender a hablar una lengua cuando ya sos grande. Y no me refiero a agarrar la gramática, ni leer libros; eso viene bastante fácil y cualquier pelotudo que tiene la disciplina para dedicarse a estudiar un lenguaje lo puede hacer. El habla es otro tema.

-Mirá, prosiguió Facu, a mi modo de ver, hay cuatro fases de la adquisición de una lengua extranjera. Primero, uno aprende a putear. Pero putea mal, viste. Hasta el yanqui más pelotudo (con todo respeto, Brandán) capta “boludo” pocas horas después de pisar Buenos Aires por primera vez. Por ahí se pasa un semestre entero aspirando merka en el baño de un boliche frente al cementerio de Recoleta, pero, sin lugar a dudas, antes de irse, habrá aprendido “dejate de joder” y un par de cosas más.

-Probablemente un treinta por ciento pasa al próximo nivel, lo que yo llamaría un conocimiento funcional. El acento, fatal; la conjugación de verbos, más allá del tiempo presente, un desastre. Pero un tipo así puede pedir lo básico en un restaurante y tal vez formular las frases necesarias para conseguir algo cuyo nombre desconoce, como un medicamento. Pero, sin superar este nivel, nunca llegará a participar en conversaciones entre hablantes nativos, nunca va a manejar el lenguaje con la sutileza que le permite captar dobles sentidos ni usar metáforas ni juegos de palabras, hasta los más simples.

-Así yo era cuando conocí a la gorda, dijo Stu.

-Y eso es lo esencial: más allá de la disciplina, superar la segunda etapa exige un cambio no académico ni intelectual, sino social: hay que, de una forma u otra, asimilarse a una comunidad de hablantes del lenguaje en cuestión. Es en esta fase que los franchutes te corrigen hasta que los querés matar a todos, en que los argentinos – y los hispanohablantes en general – te repiten el mismo cumplido cada vez que trabás una conversación con un desconocido, como si fuera por milagro que hables así: “pero ¡qué bien hablás!”

-Al final, si tenés suerte y ciertas capacidades lingüísticas, después de mucho, mucho tiempo, llegás a poder participar de un intercambio entre locales, hasta decirles chistes que les hacen reír. De hecho, la risa es clave, porque cuando metés la pata, es igual: tus interlocutores se cagan de la risa.

-Pero siempre se reían de mí, dijo Stu.

-Sí, pero ahora la risa es distinta. Se ríen, sabiendo que vos entendés porque lo hacen. Y no hay mejor forma de aprender que ser humillado, ¿no? Raramente volvés a repetir ese error, por lo pequeño que sea.

-Y luego, te hacés bilingüe, ¿no? le pregunté.

-No, loco, lo del bilingüismo es una mentira, una imposibilidad. Si no aprendés un lenguaje desde que sos muy chico, jamás vas a poder llegar a hablarlo perfectamente. Es decir, a menos que seas Joseph Conrad, olvidateló.

sábado, agosto 18, 2007

como a pluma que o vento vai levando pelo ar

Se está armando una murga en la cocina del convento.

Se está armando una murga en la cocina, a pesar de que faltan meses para carnaval.

Hace más frío que la chucha este año en Buenos Aires, y Godoy Cruz está callada y desierta. Godoy Cruz, donde siempre había un carnaval nocturno, donde los travas taconeaban las veredas y los autos desfilaban a cámara lenta.

Los curas se hartaron del quilombo y se quejaron, pero su guita no superó la de los cafishios. Al final, se decidieron a mudarse a una quinta en las afueras.

Pasaron unos meses más antes que el espectáculo se convirtiera en un asunto de la moralidad pública: salió en una revista la foto de un diputado hurgando bajo una pollera de vinilo. Luego, fue cuestión de un par de días antes que pasaran una ley desplazando a los travestis al Bosque de Palermo.

Entretanto el convento quedaba vacío, la estatua de la Virgen fue robada de su nicho, las paredes rayadas por un hincha de Vélez.

No estoy seguro cómo Enzo llegó a vivir allí; un cura era el mejor amigo de la infancia de su tía abuela en Calabria, o algo por el estilo.

Esta noche Enzo prendió velitas y las puso sobre el altar de la capilla, devolviéndole un poco de la onda mística que habría perdido cuando la desacralizaron. La miramos, pero nadie entró, o por respeto o por fiaca.

Aparte de eso, una fiesta típica: grupos congregados en el patio, fumando; el living a oscuras, la música a full, boys doooon’t cry; una surtida de botellas sobre la mesa del comedor.

Menos los que ya están girando en la pista, saludamos a todos con besos. Nos servimos cervezas, nos juntamos con los que giran en la pista, nos servimos más cerveza.

Cuando se agota la birra, salimos, llevando ponchadas de botellas como si fuera leña.

Se agota nuevamente la cerveza. Los más optimistas abrimos la heladera otra vez, en balde, haciendo caer al suelo una bandeja metálica.

-Pero ¡ésta es una murga! grita alguien.

Para Juan ya es demasiado tarde para metáforas, hasta las más comunes y corrientes: recoge la bandeja y se pone a tamborearla, tak tak tak, y, mientras lo hace, Stu saca una cuchara de la bacha y la da contra una botella vacía: dinkadinkadinkadinka. Bárbara sacude un bote de arroz, shukashukashukashuka.

Ángela, la petisa andaluza, golpea una olla casi tan grande como ella con un cucharón de madera; Enzo martillea su propia sartén hasta que vuelve una masa deforme.

Inspirados por el cacerolazo, Bruno golpea la mesada e Iván le caga a patadas a la puerta de metal, BOOOOMBOOOOMBOOOOM.

Esta noche se está armando una murga en la cocina del convento de Godoy Cruz. Esta noche hay carnaval sin religión, sino rito, sin disfraces, sin transacciones. Mañana tendremos que barrer y pedir disculpas. Pero esta noche estamos armando una murga en el convento.

martes, julio 24, 2007

Gaumont, KM 0

-¿Me hablás en serio? relinchó Facundio Florpondio. O sos masoquista o estás intentando recuperar tu identidad argentina perdida. No sé cuál es peor.

Y con eso, cortó.

Como algunos sabrán, me da fiaca ir solo al cine, así que llamé a Stu. Sabía que me iba a decir que me acompañaría, porque llevaba casi una semana encerrado en casa con su bebé.

-¿Una pelí? Bueno, dale. Una vez que le dije el título me preguntó, ¿de qué va?

Confesé que no estaba seguro, pero que era un documental del tipo que hizo La hora de los hornos. A Stu no le sonaba.

Llegué primero. O pensé que llegué primero. Saqué de mi bolsillo Op Oloop y me puse a leer mientras esperaba a Stu.

No había alcanzado el primer renglón cuando un tipo vestido con un abrigo de plumilla, una bufanda de All Boys y un gorro peruano se me acercó. Cuando “no, no tengo”, me estaba en la punta de la lengua, me di cuenta de que era Stu.

De la cara, sólo se le veían la nariz y los ojos.

-¿Entramos?

Entramos.

Stu, a veces muy hinchapelotas, insistió en que nos sentáramos en la segunda fila.

Desde esa cercanía, las imágenes de la película me parecían distorsionadas: al comienzo, toma tras toma del paisaje de los extremos del país, una versión visual de ese disco de León Gieco. En casi todas se veía la sombra de un helicóptero.

Y luego, una hora y media de montajes de astilleros, fábricas, museos polvorientos, aulas medio vacías y laboratorios que parecían sacados de la primera generación de Star Trek, todo narrado por una voz pedante, sedosa y sedada. También había una serie de entrevistas con los ingenieros, profesores, trabajadores y científicos que laburan en esos lugares. Al principio, me parecían todos muy elocuentes, luego me di cuenta de que estaban usando el mismo puñado de frases hechas, que eran las mismas que usaba el narrador, que era el que hacía todas las entrevistas.

Para colmo, el que salía más en la película era ese mismo hombre, el mismísimo viejito.

-¡Es un Michael Moore viejo y argentino! me susurró Stu. Y luego tiró un pedo tremendo. Me cagué de la risa, lo cual provocó los silbidos de las filas detrás de nosotros.

-Es que me morfé dos súper panchos antes de venir, se explicó.

Al final de la película, rodaron los créditos: Fernando E. Solanas, Fernando E. Solanas, Fernando E. Solanas. Director, editor, productor, narrador, guionista, first grip.

Por un momento hasta creí que la pelí se llamaba Fernando E. Solanas. Se lo dije a Stu.
-No, boludo, ¿no te acordás? Se llama Argentina latente.

Antes que se prendieran las luces, se estalló un aplauso tremendo. Nos dimos la vuelta y vimos una sala casi llena.

En ese instante, desde la salida, se oyó una voz ya demasiado familiar:

-Gracias por el aplauso.

¿Quién lo creería?

Allí, en carne y hueso, estaba Fernando E. Solanas: director, narrador, productor, editor, camarógrafo y público de su propia película.

Los de la fila detrás de nosotros tenían los ojos aguados.

-Voy a estar en el lobby si quieren conversar, nos dijo Solanas.

-Es un viejo choto, me dijo Stu, demasiado fuerte.

-¡Un poco de respeto, joven! exclamó una mujer que tenía un pañuelo en la mano.

-Está bien, está bien, dijo Solanas. A mí gusta dialogar con los jóvenes, especialmente los insurrectos. Son el futuro de nuestro país.

Un hombre le pidió que la sacara una foto con Stu. Solanas, encantado, asintió. Stu lo abrazó con el brazo derecho y sonrió hasta no poder más.

Cuando salíamos, escuché al hombre decirle a su mujer:

-Yo siempre suponía que era ateo.

sábado, julio 21, 2007

El Desnivel, 2

Luego de rematar los bifes, pedimos dos más. Y luego, postre: Stu y Enzo piden panqueques con dulce de leche; yo, queso y dulce; y Facundo Floripondio, un Don Pedro. Parece que le cae bien a nuestro mesero, Andresito the Giant, porque le da una botella llena de güisqui nacional para que el académico mendicante pueda administrarle su propia dosis al helado.

Una vez terminado el postre, y mientras esperamos los cafés, Facu inicia la sobremesa con una disertación sobre la comida argentina que, por falta de memoria y elocuencia, reproduzco imperfectamente aquí:

-Los viajeros ingleses que atravesaban la pampa a lo largo del siglo XIX invariablemente dedicaban unos renglones en sus crónicas a la monotonía de la dieta local, lo cual nunca ha dejado de sorprenderme, dado que estas plumas se nutrían de la comida nacional más sosa que haya conocido la humanidad.

-Bond Head, por ejemplo, un milico hijo de puta y capitalista aspirante, se queja de que lleva días comiendo carne, acompañada sólo por agua de un arroyo cercano. Claro, no podía tomar su tea, ni una gota de su preferido claret; no podía comer el curry que sin dudas había probado en la India. En fin, estaba negado la ingestión de los productos que, subconscientemente, justificaban la aventura imperial que estaba en tren de emprender.

-A la vez, la experiencia gastronómica de carnear una vaca y beber agüita fresca no era algo que ni Bond Head ni el mejor saladero pudieran reproducir fielmente.

-Es como dice Lucio Mansilla: “una picana de avestruz, boleado por mí, siempre me ha parecido la más sabrosa”.

-¿De qué carajo estás hablando? preguntó Stu. ¿Y dónde está mi café?

Veo al Gigante abajo: está chamuyando con una mujer que pesará unos cien kilos menos que él. Echa la cabeza para atrás y suelta una risa que por poco hace temblar las tablas del entrepiso. Tiene dos filas de dientes jurásicos, ideales para masticar carne recién sacada de la parilla, sea avestruz, sea matambre, sea un bife bien jugoso.

Facu se impacienta con preguntas como las de Stu y, sin darle bola, prosigue con sus pavadas:
-En su simplicidad la comida argentina es una articulación inmediata – es decir, no mediada – del campo; morfar un buen bife, alimentado de los pastos naturales de la pampa, no permite que caigas en la trampa del fetichismo capitalista. O sea, al masticar esa carne fibrosa, uno se queda consciente, trozo tras trozo, de los medios de producción que la hicieron.

-Che, la verdad es que no tengo ganas en absoluto de pensar en Mataderos cuando estoy en un asado, le digo.

-Pero lo estás haciendo sin darte cuenta, eso es lo que quiero que te metas bien en la cabeza, insiste Facu. Todo el rito del asado es un acto sobredeterminado de valores simbólicos, un conjunto de signos que remiten a un modo de vida inimitable.

-¿Y los vegetarianos? pregunta Enzo.

-Los vegetarianos, también, si bien pretenden alejarse del sacrificio ritual e industrializado que nos da nuestra identidad nacional. Pensalo bien: cada vez que un vegetariano come una milanesa de soja, lo que está ingiriendo es una concatenación complejísima de significantes vacíos – en el sentido lacaniano – porque en el acto de incorporar esa materia amasada y masificada, el vegetariano está conjugando una red compleja de valores culturales contradictorios y hasta incompatibles que les dan una unidad – si bien esa unidad es ilusoria o ilusiva – a las prácticas sociales preestablecidas por un sistema hegemónico en el cual los elementos constitutivos se relacionan de manera metonímica, por pura contigüidad. Es decir, en ese acto posmoderno por excelencia, el que niega a comer carne está rechazando la jerarquización ontológica que el platonismo le impone a la realidad y se burla, de forma radical, de la noción posaristotélica de una esencia inminente. Es decir, el único hecho ineluctible de ser argentino, de ser ciudadano de un país que vive precariamente de crisis en crisis, es comer. Comer argentino es ser argentino.

-¡La puta que lo parió! grita el Gigante. ¿Quién pidió el café descafeinado con leche descremada?

-Yo, dice Facu.

viernes, julio 20, 2007

El Desnivel

Cuando veo la pegatina de Le Guide du Routard, edición 2007 en la ventana, insisto en que vayamos a otro lugar, pero nadie me da bola.

Un mesero enorme, una reencarnación de Andre the Giant, nos coloca en una mesa en un entrepiso con techo bajo. Lo admito, estoy de mala leche, y el hecho de que estamos rodeados de franchutes y casi encima de la parilla, lo cual asegura que salimos apestando a asado, no mejora mi ánimo.

-Pero ¿qué te pasa, viejo? Stu me pregunta.

Sí, nuestro redentor trucho está de vuelta, porque, desde que Eduardo O’Malley Mallea asumió la alcaldía de la ciudad, la policía metropolitana dejó de perseguirlo. Todo el quilombo de Tierra Santa, perdonado u olvidado.

Estamos acá para festejar su retorno, de hecho, y no bien escucho su pregunta, me siento hijo de puta y, luego, un poco mejor.

Somos cuatro: el gran tano Enzo, Stu Pantokrator y Facu Floripondio, docente ad honórem de la UBA y borracho terrible. Éste pide tinto con soda mientras los demás revisamos la faja gruesa de hojas que comprende la carta del restaurante.

El mesero gigante, con una sonrisa sarcástica, nos apresura a pedir y Stu, sin vacilar, pide dos provoletas, dos choris, dos morcillas, dos bifes mariposa, una ensalada y dos porciones de papas fritas. No dudo que los cuatro podemos comer todo eso, pero soy consciente de mis bolsillos vacíos: ahora llevo casi un año sin laburar, se esfumaron mis ahorros, y estoy atrasado unos meses con el alquiler. Le recuerdo a Stu de mi sequía, pero me dice que no me preocupe.

-Los invito a todos, dice.

-¿Descubriste una mina de oro en la sierra cordobesa, o qué? bromea Facu.

-No, no es eso, dice Stu, sonriendo y corre la cremallera de su campera. Debajo, tiene puesto una remera amarilla que proclama, en letras mayúsculas negras: JUNTOS LO PODEMOS LOGRAR.

-¿Cuál será el antecedente del pronombre ése? pregunta Facu.

-Ni puta idea, dice Stu. Pero digamos que este lema es el fuente de mis ingresos.

Ahora me acuerdo la escena beatífica en Tierra Santa, cuando Stu repetía “Junto lo podemos lograr.” Y luego sucedió una cosa curiosísima: su presencia en Crónica, antes constante, se hizo nula, mientras los demás canales de la capital repitieron las imágenes del episodio por semanas seguidas. Y luego, sin explicación cualquier, esa frase insípida aparecía pintada en murallas a lo largo de la ciudad, desde Barracas hasta Villa Urquiza.

No se sabe el momento exacto en el que adoptó Eduardo O’Malley Mallea la frase como el eslogan oficial de su campaña, pero estoy casi seguro que coincidió con el fracaso de su club de fútbol de subir a Primera.

Ahora capto porque Stu prefiere esconderse entre extranjeros.

viernes, mayo 18, 2007

Tierra Santa, 3

Con todos los fieles postrados alrededor mío, implorándome con los ojos aguados, no había otro remedio: dejé que Stu me agarrara la muñeca y metiera la mano bajo su auxilio, como si la introdujera en su costado. El efecto de esta acción pasó casi inapercibida, porque nadie se movió ni habló.

Por un momento hasta los guardias de seguridad nos miraban atontados, dejando que sus radios emitieran unos sonidos crispados.

Subimos al pequeño cerro, donde uno de los tipos que nos acompañaron al entrar a la Tierra Santa se puso a rezar el Padrenuestro. La multitud, con vez temblorosa, lo recitó con él.
Apenas terminaron cuando llegaron las primeras cámaras. Un locutor con un traje a rayas, la piel quemada como un tomate y una permanente de rulos loiros trepó hasta la cumbre del cerrito y empujó su micrófono hacia la cara imperturbada de Stu.

-Dígame, por favor, ¿quién es usted y qué hace aquí? Me impresionó cómo mantenía una sonrisa de dientes cuadrados y blanqueados a la vez que hacía la pregunta.

Stu ni lo miró. Más bien, levantó los brazos y entonó una frase corta y críptica que, si no me equivoco, no tiene nada que ver con la Biblia.

-Hermanos y hermanos, juntos lo podemos lograr.

Bajó los brazos lentamente; se veía en incrementos, porque la verdadera tormenta eléctrica de flash produjo un efecto estroboscópico. Stu, consciente de esto, aseguró que sus movimientos eran deliberados, aunque una tropa de policías corrían hacia nosotros.

Mientras el locutor de la permanente y la sonrisa permanente sonreía a la cámara de su red, incapaz de decidirse a quedarse o evadir a las fuerzas de seguridad, Stu dio unos pasos hacia el público. Se apuraron a abrazarlo, protegiéndolo de los pocos canas que persistían en aprehenderlo. Los demás se habían incorporado al bullir de gente y extendían sus brazos hacia su presunto salvador.

Rodeado, incapaz de salir, Stu mantenía una calma absoluta, esperando a que los policía le sacara a la gente, cuerpo tras cuerpo. Entre los llantos pude oírlo decirme:

-Hijo mío, vaya con dios.

No sabía cómo reaccionar.

-Rajá, pelotudo, me dijo uno de sus escoltas a la vez que mostró una pistola.