jueves, diciembre 21, 2006

El Pingüino de Palermo, 1

-¿Dejaste de bloguear también, joputa? me escribió un amigo colombiano desde Nueva York. Hacía dos meses que no le contestaba sus emilios, pero él, hasta la semana pasada, estaba al tanto de mis andanzas por el blog.

Eso fue más o menos entonces cuando conocí a la malnombrada Berta. Ahora, apenas diez días después, estoy sentado en el café más feo y menos pretencioso de todo Palermo Nolita o SoHo o TriBeCa. Berta está al lado mío, bañando una medialuna en su café cuando debería estar ya en el laburo, al otro lado de las vías en Palermo Santa Mónica o Hollywood o Redondo Beach. Ella diseña medias para niños, las cuales se fabrican en el Chaco y que se venden en boutiques de moda infantil – una se encuentra en Honduras, entre Gurruchaga y Armenia. También hay una en Bariloche y otra en Punta del Este.

De hecho, ahora mismo tengo puesto un par de sus medias. Tienen rayas arco iris y, como no es de sorprender, me quedan bien chicas. Hace tres días que no vuelvo al Milhouse y estoy comenzando a preguntarme si mi mochila todavía está allí.

Por fin, después de setenta y dos horas, salimos del departamento de Berta, un monoambiente en una de esas torres nuevas. Una zona tórrida, el depto. Los postigos corridos, el aire acondicionado andando mal, el freezer que no hace cubitos de hielo con la rapidez que exigíamos. Un verdadero Do the Right Thing porteño; la verdad es que no teníamos ganas de salir. Al final, lo hicimos por falta de comida.

Comemos en silencio, con prisa: si ella va al trabajo, tiene que pegarse un duchazo antes, ¿no?

Estoy disfrutando del fondo dulzón del café cuando ella me pregunta:

-¿Querés pasar la navidad con mi familia?

Siento un hueco en el estómago y pido dos medialunas más.

viernes, diciembre 08, 2006

Gibraltar, 3

Como suele pasar, despertarme en la cama estrecha con otro cuerpo me da un leve ataque de claustrofobia. Respiro, me tranquilizo, trato de ubicarme; no estoy seguro de nada, pero lo más probable es que estoy en San Telmo, en la casa de nuestra benefactora Flor, y que el cuerpo que ahora me está aplastando el brazo derecho es el de Berta, la chica linda del nombre feo.

Pienso en la caminata desde Gibraltar, un zigzagueo largísimo por calles desconocidas de empedrada y quintas de a poco convirtiéndose en hostales y hoteles boutique. Pasamos por debajo de la autopista en algún momento y seguimos caminando por varias cuadras, hasta que Berta se preguntó en voz alta si íbamos para Avellaneda. Llegamos a una calle ancha, de edificios viejos y bajos. Acá, ningún alojamiento mochilero, pero al avanzar por la vereda, vi un par de placas de bronce anunciando pensiones para caballeros y familias.

Nada o poco me acuerdo del interior de la casa de Flor. Ella puso unas velitas y un cd de Radiohead y yo hundí en un sofá en el rincón de un living cuyas dimensiones no podía calcular en la oscuridad. Me sobrecogió, por primera vez desde no sé cuándo, un calor de hogar; sentí tan cómodo, tan relajado, que me habría dormido en el instante si no fuera por el porro que chispeó Flor.

Berta fue, es, el resto de la noche. Sabía de inmediato que había onda y sabía que sólo me faltaba citar ese poema de Quevedo que siempre uso en este tipo de situación. No bien le dije “polvo enamorado” y me estaba besando.

Pero contártelo así es saltear lo más bonito, tal vez lo más importante de la noche. Stu tardó repoco en agarrar una guitarra que colgaba de la pared y le cantó a Flor “Love Song” de Syd Barrett, que parece ser tan eficaz para él como poesía de Siglo de Oro lo es para mí.

Hablamos un rato largo. El tiempo se detenía mientras yo le contaba de mis viajes – no repitiéndole un itinerario de todos mis destinos, sino mediante una serie de anécdotas sin un hilo conductor cronológico o geográfico.

Una noche de caballo crudo y un amor imposible en Kyoto; cruzando Titicaca en un barquito, remando hacia una lucecita en la Isla del Sol; vomitando en un baño del museo de Dachau una mañana de Oktoberfest.

Ella, que no había salido del país desde que visitó a sus parientes en Galicia en el 2000, bueno, she’d come again, and with a greedy ear devour up my discourse.

Luego me quedé callado y ella se burlaba de mi, me decía Carlos Argentino Daneri, que quise ver si no todo el universo, todo el mundo de una ojeada turística.

Sospecho que todos los que viajan como lo he hecho yo lo hacen con una urgencia, sabiendo que es imposible verlo todo, pero es esencial intentarlo. De a poco todos los lugares se parecen más y más, hasta ser casi iguales: Osaka es Casablanca es Potosí. No porque la gente es igual por todas partes, ni porque la globalización lo homogeniza todo. No, porque a medida que viajás más, te das cuenta de que todo lo que ves, a menos que te detengas en un lugar, sea lo que sea, todos los rincones del mundo van convirtiéndose en meros signos de lo que no son, señales de tu ausencia en el resto del mundo.

De nuevo me callé y ella me miraba, esperando algo más.

Fue entonces que entoné esas endecasílabas impenetrables.