jueves, diciembre 21, 2006

El Pingüino de Palermo, 1

-¿Dejaste de bloguear también, joputa? me escribió un amigo colombiano desde Nueva York. Hacía dos meses que no le contestaba sus emilios, pero él, hasta la semana pasada, estaba al tanto de mis andanzas por el blog.

Eso fue más o menos entonces cuando conocí a la malnombrada Berta. Ahora, apenas diez días después, estoy sentado en el café más feo y menos pretencioso de todo Palermo Nolita o SoHo o TriBeCa. Berta está al lado mío, bañando una medialuna en su café cuando debería estar ya en el laburo, al otro lado de las vías en Palermo Santa Mónica o Hollywood o Redondo Beach. Ella diseña medias para niños, las cuales se fabrican en el Chaco y que se venden en boutiques de moda infantil – una se encuentra en Honduras, entre Gurruchaga y Armenia. También hay una en Bariloche y otra en Punta del Este.

De hecho, ahora mismo tengo puesto un par de sus medias. Tienen rayas arco iris y, como no es de sorprender, me quedan bien chicas. Hace tres días que no vuelvo al Milhouse y estoy comenzando a preguntarme si mi mochila todavía está allí.

Por fin, después de setenta y dos horas, salimos del departamento de Berta, un monoambiente en una de esas torres nuevas. Una zona tórrida, el depto. Los postigos corridos, el aire acondicionado andando mal, el freezer que no hace cubitos de hielo con la rapidez que exigíamos. Un verdadero Do the Right Thing porteño; la verdad es que no teníamos ganas de salir. Al final, lo hicimos por falta de comida.

Comemos en silencio, con prisa: si ella va al trabajo, tiene que pegarse un duchazo antes, ¿no?

Estoy disfrutando del fondo dulzón del café cuando ella me pregunta:

-¿Querés pasar la navidad con mi familia?

Siento un hueco en el estómago y pido dos medialunas más.

viernes, diciembre 08, 2006

Gibraltar, 3

Como suele pasar, despertarme en la cama estrecha con otro cuerpo me da un leve ataque de claustrofobia. Respiro, me tranquilizo, trato de ubicarme; no estoy seguro de nada, pero lo más probable es que estoy en San Telmo, en la casa de nuestra benefactora Flor, y que el cuerpo que ahora me está aplastando el brazo derecho es el de Berta, la chica linda del nombre feo.

Pienso en la caminata desde Gibraltar, un zigzagueo largísimo por calles desconocidas de empedrada y quintas de a poco convirtiéndose en hostales y hoteles boutique. Pasamos por debajo de la autopista en algún momento y seguimos caminando por varias cuadras, hasta que Berta se preguntó en voz alta si íbamos para Avellaneda. Llegamos a una calle ancha, de edificios viejos y bajos. Acá, ningún alojamiento mochilero, pero al avanzar por la vereda, vi un par de placas de bronce anunciando pensiones para caballeros y familias.

Nada o poco me acuerdo del interior de la casa de Flor. Ella puso unas velitas y un cd de Radiohead y yo hundí en un sofá en el rincón de un living cuyas dimensiones no podía calcular en la oscuridad. Me sobrecogió, por primera vez desde no sé cuándo, un calor de hogar; sentí tan cómodo, tan relajado, que me habría dormido en el instante si no fuera por el porro que chispeó Flor.

Berta fue, es, el resto de la noche. Sabía de inmediato que había onda y sabía que sólo me faltaba citar ese poema de Quevedo que siempre uso en este tipo de situación. No bien le dije “polvo enamorado” y me estaba besando.

Pero contártelo así es saltear lo más bonito, tal vez lo más importante de la noche. Stu tardó repoco en agarrar una guitarra que colgaba de la pared y le cantó a Flor “Love Song” de Syd Barrett, que parece ser tan eficaz para él como poesía de Siglo de Oro lo es para mí.

Hablamos un rato largo. El tiempo se detenía mientras yo le contaba de mis viajes – no repitiéndole un itinerario de todos mis destinos, sino mediante una serie de anécdotas sin un hilo conductor cronológico o geográfico.

Una noche de caballo crudo y un amor imposible en Kyoto; cruzando Titicaca en un barquito, remando hacia una lucecita en la Isla del Sol; vomitando en un baño del museo de Dachau una mañana de Oktoberfest.

Ella, que no había salido del país desde que visitó a sus parientes en Galicia en el 2000, bueno, she’d come again, and with a greedy ear devour up my discourse.

Luego me quedé callado y ella se burlaba de mi, me decía Carlos Argentino Daneri, que quise ver si no todo el universo, todo el mundo de una ojeada turística.

Sospecho que todos los que viajan como lo he hecho yo lo hacen con una urgencia, sabiendo que es imposible verlo todo, pero es esencial intentarlo. De a poco todos los lugares se parecen más y más, hasta ser casi iguales: Osaka es Casablanca es Potosí. No porque la gente es igual por todas partes, ni porque la globalización lo homogeniza todo. No, porque a medida que viajás más, te das cuenta de que todo lo que ves, a menos que te detengas en un lugar, sea lo que sea, todos los rincones del mundo van convirtiéndose en meros signos de lo que no son, señales de tu ausencia en el resto del mundo.

De nuevo me callé y ella me miraba, esperando algo más.

Fue entonces que entoné esas endecasílabas impenetrables.

martes, noviembre 21, 2006

Gibraltar, 2

No bien le digo mi nombre, la mina abre su cartera y me doy un billete de cien pesos. Cien mangos, yessir. Lo examino minuciosamente, como si sospechara que estuviera falsificado. Pero en realidad lo miro de pura sorpresa, pasmado por el acto de caridad insólito.

Stu le da las gracias al besarla con una voracidad que sugiere que habría sido mejor pedir dos canastas de fish and chips.

Me dirijo al bar. Tengo la intención de darle a la mina el vuelto.

Y ¿cómo se llama? me pregunto.

Ni puta idea. Quiero olvidar que se me olvidó, pero no puedo.

Con el vuelto, me compro un chopp y me siento a la barra. Al lado mío está sentada una chica con flequilla rolinga, jeans negros apretadísimos y una camiseta Lacoste color fucsia.

Me doy cuenta de que llevo casi un mes en la Argentina, el país en que nací, y puedo contar con las dos manos las veces que tuve conversaciones verdaderas con argentinos verdaderos, aparte de mi tía abuela en Luján y un chabón que labura en el Millhouse. Hasta llego a preguntarme ¿por qué carajo viniste cuando podías haber hecho esto en cualquier parte del mundo? En Praga, por ejemplo. O en Nueva Zelanda. O Katmandú.

-Where are you from? Su acento británico-escolar interrumpe mis reflexiones sobre la superficialidad de mi vida mochilera, pero cuadra bien con el sitio: acá la mitad de los clientes son extranjeros, angloparlantes casi todos.

Me gusta esta especie de pregunta, porque cada vez que alguien me la hace, me da la posibilidad de enmendar mi propia identidad. Claro, hay límites a lo que se puede inventar, pero te sorprenderías con la mierda que podés decir.

Le contesto en español. Ella intenta no reírse, pero sé que está pensando que sueno como una película norteamericana doblada. Lo exagero un poco, porque impone una cierta distancia cultural entre nosotros, lo cual, paradójicamente, nos permite hablar con más franqueza.

Ella me cuenta de toda su familia: de sus viejos en Belgrano, de su hermano mayor que es consultor en Madrid, de su prima haciendo una pasantía en Bologna. Comparte conmigo el recuerdo de su último viaje al exterior – a Irlanda (el apellido de mi abuelo materno es Connelly, me dice con orgullo) – que hizo en 2000 después de recibirse de la UCA. Trabaja en Puerto Madero, para una empresa finlandesa que hace no sé qué (y por lo visto ella tampoco lo tiene muy claro).

Yo, por mi parte, soy periodista – nacido en Caracas, pero hijo de un petrolero norteamericano y un ama de casa, oriunda de Yokahama. Estoy indagando la industria ganadera argentina.

-No tenés pinta de chino, para nada.

Le explico que mi mamá tiene facciones muy europeas.

Sigo con mi historia: estudié periodismo en Columbia University, publiqué un par de cuentos en The New Yorker y vivo en un loft en SoHo. Siempre que digo que soy de Nueva York, lo sigo con una ráfaga de nombres de calles, de barrios y a veces de bares: Perry, West 86th, Broadway, Lower East Side, Single Room Occupancy.

Ella finge conocer a fondo los lugares que voy enumerando. Levanta las cejas, por ejemplo, cuando digo “Broome Street,” un nombre que en realidad no me dice nada.

Una vez terminada esta primera vuelta de la conversación, hablo más sinceramente, de mis impresiones de la ciudad, dónde me gusta salir, etc. Me da su número de teléfono.

No se me ocurre decirle nada más, aunque quiero que continúe la conversación. Por suerte, interviene Stu:

-Che, vamos a la casa de Flor.

Supongo que Flor es nuestra benefactora.

-¿Venís? Stu le pregunta a... miro la hoja que me acaba de dar – a Berta. Que nombre más feo para una chica tan linda.

-Bueno, dice después de vacilar un instante.

martes, noviembre 14, 2006

Gibraltar, 1

Hace una semana que tengo un hachazo que me parte la cabeza. Hoy me desperté jurando que nunca volvería a tomar, pero ¿qué vas a hacer? cuando tu amigo se ha convertido en una celebridad local y todo el mundo le quiere invitar un trago.

Tardamos poco en caernos en cuenta de la generosidad porteña. Y no creas que es una ciudad de fanáticos religiosos, ni mucho menos. A mi modo de ver, Stu – a pesar de pecar cada vez que bebe alcohol, según su iglesia – es el más creyente de todos.

Es decir, a medida que el renombre de “el australiano estigmatizado” crece, de boca en boca, a la contratapa de Página/12, a los labios del mismísimo alcalde de la ciudad autónoma, más y más gente viene a participar de la gran joda, a la vez que Stu se cree cada día más nuestro redentor.

Nunca te lo admitiría, pero anoche, por ejemplo, estábamos en Million cuando estaban por cerrar y Stu le puso las manos en la frente de una chica que no lo dejaba en paz, tratando de exorcizar sus demonios.

Por lo visto, nadie en este país entiende los gestos de Stu. Durmieron él y la endemoniada en el hostal anoche y me tocó a mi cambiar de cama con él cuando se oyó la voz de su novia detrás de la puerta.

Las cosas que hago por tragos gratuitos.

Supongo que todos milagros, sean truchos o no, son oportunos, pero éste lo es en particular, porque hace una semana que la sensación térmica es una cifra más alta que el saldo de mi cuenta corriente.

Pero ahora el barman me está diciendo que le debo 80 pesos. Calculo que puedo alcanzar la salida fácil, pero Stu el terrible está en el fondo del sitio, compartiendo una canasta de fish and chips con otra mina. Lo miro de reojo: con el pulgar y el dedo índice va recogiendo migajas de pescado frito y papas y devolviéndolas a la canasta; la mina se está cagando de la risa.

¿Basta, Señor, un solo plato para todo el bar?

viernes, noviembre 03, 2006

El Cuartito, 2

¡Gran misterio de la fe! A medida que el queso se enfría, la cabeza de Jesús va cobrando vida: las mejillas, los labios se ponen coloridos. Los demás clientes de la pizzería dejan de fijarse en Crónica y los carteles de boxeo en las paredes y rodean la mesa, donde Stu está balbuceando una oración.

Llegan un camarógrafo y un periodista de Crónica y me mareo cuando miro el televisor y me doy cuenta de que estoy viéndome viéndome.

Una anciana le pide a Stu que rece por su marido que está muriendo de cáncer de próstata y Stu tiene el tino de gritar sí mientras arranca con otra oración que nadie llega a entender.

Al lado mío, un chanta que pretende ser el “agregado cultural del Vaticano a la República Argentina” le ofrece a Stu un fajo magro de pesos por la cabeza de Cristo.

El mozo sencillamente quiere levantar el tablón y cobrarnos, pero la multitud impide que se acerque a la mesa. Por fin, a empujones y gritos, alcanza ponerse al lado del australiano renacido y le insiste en que suelte el tablón y lo deje laburar en paz de una vez.

Stu, con su cuerpo y melena de león, tiene los ojos bien abiertos de miedo y menea la cabeza, sustituyendo “no” por “sí” sin interrumpir su fervor oratorio.

Estamos solos – los dos otros del hostal se zafaron no bien llegó el equipo de Crónica – y sentimos aumentar el número de gente y la expectativa de que suceda algo milagroso.

De golpe el periodista mete un micrófono delante de Stu, a la vez que el mozo intenta sacar unos vasos de la mesa. Stu cree que intentan robarle a Jesús y extiende el brazo para impedirlos. El periodista malinterpreta el gesto y le agarra la mano derecha de Stu, que se cae directo sobre la púa donde está ensartada la cuenta. La puntita de metal sale por el dorso de la mano. Antes de que alguien reaccione, saca bruscamente la púa y pone la mano delante de la cámara para taparla.

-¡Bendito sea! solloza la anciana.

Cuando la mano estigmatizada se ve gigante en la tele, todo el mundo se arrodilla y se calla, yo le tiro al mozo un billete de 20 pesos, agarro la otra mano de Stu y salimos corriendo hacia Marcelo T. No bien llegamos a la esquina, Stu detiene con la mano ensangrentada el 152.

El colectivero no nos cobra.

martes, octubre 31, 2006

El Cuartito, 1

A eso de las tres, Stu entra en la habitación donde Kat, la antigua belga innominata, y yo estamos dormidos.

-¿Venís a mi despedida?

-¿Cómo que te vas? le pregunto, el otro día me decías que te quedabas.

-No, boludo. Me voy del hostal. Venite, por favor.

Dos horas más tarde – por suerte me muero de hambre después de esa noche en el boliche y las confesiones interminables de Kat – nos encaminamos hasta otra puta pizzería. A estas alturas, seguro que Stu las conoce todas y según él, ésta es su favorita.

Kat, al final, se decide a seguir durmiendo; un grupo va más tarde a Ópera Bay.

En el camino Stu está de muy buen humor: sonríe y bromea del mes de joda que nos pasamos juntos, pero como si hablase del protagonista de una novela de que se acuerda a medias. Sospecho que la memoria borrosa no es por la borrachera constante, sino algo más, porque no me permite ni enmendar ni contribuir a sus relatos, relatos que fueron, en primer lugar, improvisaciones hechas de una masa de recuerdos colectivos a doble visión por un grupo de amigos pasajeros – es decir, hostaleros – para quienes ni la vergüenza ni la moderación existen.

Al final, somos sólo cuatro, pero, igual, Stu insiste en que pidamos tres muzzas. ¿Y para tomar? Stu dice que quiere una coca. Yo, sin captar su error, le pido al mozo no tan mozo dos litros de cerveza, y Stu me mira con la cara torcida, haciendo una mueca que comunica una emoción entre el terror y la tristeza.

Llegan la pizza y atacamos. Tiene una masa densa y gruesa, gruesa porque necesita apoyar un lecho de muzzarella derretida y aceitosa que está salpicada de orégano y trocitos de ajo. Cada bocado es puro deleite, una aproximación tan acertada a la forma ideal de pizza que no puedo dejar de comer, porque ya sé que, si lo hago, nunca volveré a probar pizza sin sentir una desilusión tremenda.

De repente, sólo se queda una porción. Me corresponde a mí, creo. Sin preguntarle a nadie, intento levantarla con el tenedor, cuando oigo a Stu chillar como si alguien lo clavara una puñalada.

-Si la tocás, no te perdono nunca, comemiércoles, me dice, los ojos llenos de lágrimas.

Por poco me río, hasta que veo que tiene la mirada clavada en el tablón de madera y la porción que queda.

Está balbuciendo algo, pero no importa, lo veo clarito: pegoteada al tablón, una mancha de muzza forma la cara de Jesús, de perfil.

lunes, octubre 23, 2006

Café el Banderín, 2

La belga aferraba, no, abrazaba la taza fría con las dos manos, su mirada fija en los granos de azúcar al fondo.

-Como todos, lo conocí por internet. Nunca había salido con alguien... bueh, con un hombre – se corrigió-, más chico que yo, pero me gustaba su perfil: era DJ, sabía un montón de música electrónica, se veía buen mozo en la foto, pero tenía un tatuaje enorme, intricado, tapando los hombros.

-Nos pusimos a chatear, al principio sobre las pavadas típicas – la música, nuestros boliches favoritos, qué sé yo. Y de repente me preguntó algo refuerte, algo que casi me ofendió, pero igual le contesté honestamente. Y eso fue lo notable: nunca, ni una sola vez le dije una mentira al chabón; ya sabrás por qué.

-Por dos semanas nos chateábamos muy seguidos, ponele tres veces al día, y sobre las cosas más íntimas. Nuestros secretos, nuestras fantasías, de todo, ¿viste? Y no sólo de cosas felices. Las cosas más perversas, las más dolorosas. Por ejemplo, es el único que sabe que aborté al bebé de un novio, porque no quería casarme con él. Bueno, ahora sos el segundo. Da igual.

-Por fin, quedamos en juntarnos. Íbamos a encontrarnos en un café que él me propuso. La elección del sitio me sorprendió, no sólo porque quedaba muy cerca de mi casa, sino también porque era, de todos los cafés en una zona de la ciudad repleta de bares y cafés, era mi favorito.

-No suelo preocuparme de mi apariencia; soy bastante segura de mí misma, pero ese día tardé horas en arreglarme. No sé cuántas veces cambié de vestido, ni cuántas veces me inspeccioné. Estaba tan nerviosa que no podía dejar de cagar y, cada vez que me lavaba las manos, me miraba fijo en el espejo e inventaba y ensayaba pelotudeces que se me ocurrían decirle al presentarnos.

-Al fin salí de mi casa muy retrasada, corriendo. Llegué a la esquina, donde hay una parada de colectivo, justo cuando unos pasajeros estaban bajando de un bondi. Y lo vi allí, bajando, y esperaba que no me viera. Y me vio. Me puse roja y quedé allí, parada como boluda mientras se me acercaba.

-Nos besamos y luego nos quedamos allí mirándonos. Iba decirle algo – hasta abrí la boca, pero cuando intenté pronunciar algo, no pude. Y a él, le pasó lo mismo. Por no sé cuánto, por ahí cinco, diez minutos, no nos movimos. Le escudriñé la cara: las cisuras de sus labios finos, su piel quemadita, unos ojotes negros negros. Una mirada tierna, franca, incapaz de malicia.

-Entretanto me estudiaba de los pies a la cabeza. No es que se fijaba en alguna parte mía en particular, a pesar de que llevaba una remera muy apretada; más bien, yo tenía la impresión de que estaba tratando de reconciliar mi cuerpo con la imagen que había formado de mí a base de nuestros chats. Y por fin – lo vi en los ojos – lo logró.

-No había nada más que hacer. Le agarré la mano, le dirigí hasta mi edificio, le besé en el ascensor y lo llevó directo a mi cama donde, sin dirigirme ni siquiera una palabra, me cogió sin quitarse los tenis.

-Por dos semanas, repetíamos este rito todos los días, hasta que dejé de ir al laburo. Nunca nos cruzamos una palabra. O sea, por horas seguidas, antes de los encuentros, nos escribíamos, planeando hasta el más mínimo detalle todo lo que nos íbamos a hacer. A veces, mientras venía en el bondi, me escribía texts con algunas preguntas, algunas dudas que le quedaban. Pero a partir del momento en que bajaba del colectivo, no nos decíamos nada.

-Pero un día vino a mi casa con un ramo de flores – algo que ni esperaba ni quería – y me dijo, Kat, te quiero, y nunca lo volví a ver.

Y así aprendí el nombre de la belga.

domingo, octubre 15, 2006

Café el Banderín, 1

Lo que más impresiona es el silencio: llegando a Córdoba, me detengo y miro hacia Canning y luego hacia Barrio Norte. Allá, en la distancia, un colectivo eructa nubecitas de humo negro a medida que va encogiéndose.

La belga cuyo nombre desconozco me sonríe y se refiere a un par de películas que odio.

Todos los músculos me duelen y tengo la espalda de un viejito de 70 años. En cambio, la mente anda a mil con un revoloteo de ideas inconexas que hace un par de horas me habrían parecido épicas, como el anuncio de una epifanía inminente, pero ahora zumban como la renuncia de responsabilidad al final de una propaganda farmacéutica.

Lo único que quiero hacer es taparme la cabeza con una frazada y esperar a que, por fin, se me apague la tele. Propongo a la belga que agarremos un tacho y luego ensayo en la cabeza la exclamación de sorpresa que voy a soltar cuando saque la billetera a la puerta del Milhouse y descubra que anda seco.

-Necesito caminar un poco, si no te molesta.

Me molesta enormemente, pero sin un sope, lo único que puedo hacer es ladear la cabeza y seguir caminando a su lado por la avenida ancha. Los outlets tienen los postigos corridos y los únicos colores que se ven arriba de la cinta gris de asfalto vienen de las carteleras de lencería. ¿Cuántas veces vamos a ver la cara insípida y la cola burbuja de Araceli González?

Pronto la belga se harta de Córdoba, así que después de 4 o 5 cuadras, nos desviamos, doblando a la derecha. Ella insiste en que sabe por dónde vamos y, a estas alturas, estoy demasiado cansado para protestar.

El barrio está despertándose lentamente, sus postigos abriéndose para revelar no vitrinas que muestran suéteres, velas artesanales y accesorios, sino comedores oscuros y sus habitantes viejitos.

Llegamos a una esquina donde hay un café, ubicado en un edificio viejo de un solo piso. Sin consultar a la belga, entro y reparo en la única mesa libre del lugar. No me fijo en nada más; voy directo, me siento en una silla tambaleante y agarra la mesita redonda como un naufragio asiendo una balsa improvisada.

Es sólo entonces, cuando estoy instalado allí, que un olor a café molido y grasa de facturas me invade las narices y sé que estoy a salvo.

Un café con leche, tres medialunas de grasa, y vuelvo a la vida.

Veo a la belga levantar la cabeza, abrirse los ojos un poco más. Me sonríe, me habla de pavadas. Vuelve a repetir algunas cosas que me había contado anoche y me doy cuenta de que se acuerda de poco o nada de lo que pasó en el boliche.

Comienza a hablar de su historia romántica, que es en realidad una serie de pequeñas tragedias entrelazadas – una red de desastres demasiado compleja para una mente frita como la mía. Me sorprende que un corazón humano pueda soportar tanto drama.

Me cuenta una historia cuya veracidad no cuestiono, por lo increíble que sea, porque en este momento sé que es alguien incapaz de mentir.

sábado, octubre 07, 2006

Amérika

De pronto tengo la sensación rara de que alguien me está fichando. Lo cual me sorprende, porque ya hace un par de horas perdí contacto con mi propio cuerpo. Nada nos divide; la luz estroboscópica, el humo y la música ametralladora nos anulan, nos funden.

Bueno, hubo un momento pasajero de lucidez, cuando descubrí que no, no me había puesto una peluca, sino que esos cabellos largos eran las de una belga del hostal, y que hacía unos minutos que le estaba besando el cuello y mordisqueando la oreja.

Después, la perdí, me perdí. Se me perdió la botella de agua que iba tomando, y me puse a bailar – a girar, a gritar, a saltar a full.

Pero ahora... Es como si alguien estuviera respirando fuerte justo detrás de mi y, efectivamente, cuando doy la vuelta, estoy envuelto en la oscuridad de una peluca tipo Bárbara Streisand.

-Hola, me saluda una voz que no es la de Babs. Su aliento huele a vacaciones hawaianas baratas: ron, ananá y coco.

Estoy a punto de responderle, cuando descubro que mi lengua está impedida por otra que parece buscar mis amígdalas.

Claro, ni puedo darle las gracias.

Por primera vez desde no sé cuándo, de a poco estoy tomando conciencia de mi cuerpo: una lengua; un mentón frotado por otro mentón, cuadrado y tosco; unas manos. Una de éstas toca una protuberancia redonda y sólida, muy sólida.

Y luego, los oídos:

-You fucking asshole!

Un cachetazo: los cachetes.

La Bárbara Streisand retrocede puteando, mientras la belga, de cuyo nombre desesperadamente quiero acordarme, me grita, invocando la palabra love tantas veces que da miedo.

Pienso que me queda una pastillita más, pero cuando hurgo los bolsillos, no encuentro nada más que unas monedas y, mientras trato de consolar a la belga, que se retiró de la pista y se acurrucó en un sofá en un rincón, se me ocurre que no tengo plata por el bondi.

jueves, septiembre 28, 2006

Las Cuartetas

-Paula está embarazada, dijo Stu.

-Dejate de joder... o, mejor dicho, no dejes que te joda, la conociste anteayer.

-No, no. Esa fue Maite. Paula es la del café de Palermo. Vos la conociste en Gibraltar el otro día, ¿no te acordás?

Intentó describírmela: morocha, petisa y fuma como turco.

-Eso describe mínimo la mitad del país, huevón.

No bien le dije, tuve que agacharme para evadir el plato que el mozo había tirado desde el mostrador. Golpeó estrepitosamente y creo que si no fuera por unos hilitos de muzza que se pegotearon a la mesa, se habría caído al suelo.

-¿Ves lo que pasa cuando comés en un restaurante?

Hacía nueve países y cinco meses que Stu no había comido en un restaurante. Se jactaba de alimentarse sólo con comida de la calle: anticuchos, churros, papas rellenas, panchos, choripanes, empanadas, sopapillas, maní confitado, patynesas, salchipapas, lo que fuera. Hasta probó un sándwich de potito saliendo de la cancha de Colo Colo.

-El ají chileno yo muy gusto, dijo en castellano.

Dos litros y cuatro muzzas después, volvió al tema de la embarazada.

-Me quedo, dijo resuelto.

-Y ¿qué vas a hacer? ¿Cómo vas a vivir?

-No sé. Enseñar inglés. Hacer cualquier cosa. Pero me quedo, y punto.

-Pero ¿qué decís? ¿Te volviste loco? ¿Estás seguro que es tuyo? ¿Estás seguro de que está embarazada?

Con cada pregunta que le hacía, una sonrisa comemierda se iba creciendo, hasta que su cara quedó puros dientes y arrugas.

-Es mi destino, mate, no dejaba de decir. -Y ¿sabés qué? La quiero. La recontraquiero, aunque no lo sabía hasta que me contó que estaba embarazada.

Yo había quedado en ir a Amérika con unos suecos aunque no tenía muchas ganas de salir, pero en ese momento hubiera preferido que un trava me manoseara, en vez de seguir escuchando a un australiano balbucear sobre su destino y su amor recién descubierto.

-Te juro que volví a nacer cuando me lo dijo...

-Está bien, está bien. Y, che, ¿te quedan algunas pastillas?

Stu frunció el ceño.

-Sólo quiero dos... o tres, expliqué.

-Te las doy todas.

viernes, septiembre 22, 2006

Milhouse Hostel

Hay un tufo a moho y medias ensuciadas a lo largo del sendero gringo, pero las cortinas están corridas y esa luz tan intensa, que me quemaba los ojos cuando salí del boliche, no entra en la habitación. Me quito toda la ropa, hasta los calzoncillos – un instinto mío que deja de ser latente después de ocho o nueve cervezas o, como me estoy dando cuenta, después de cinco o seis de esa barbaridad que Vicki llamaba “Fernando” – y me tiro en la cama, esperando a que se me apague la tele ya.

Minutos más tarde, Stu, el australiano inevitable, me está sacudiendo el hombro. Su aliento, apestando a vino de caja y pucho, casi me hace desmayar.

-Mate, me dice. C’n’d’me’fava?

No entiendo un carajo de su australiano y se le digo.

Pero el grandote insiste e insiste, prometiéndome un bife y no sé qué más.

Sé que el californiano se entiende por todos lados y le digo directamente por enésima vez:
-Fuck off, dude!

En el umbral, rodeado del parpadeo de una luz fluorescente débil, veo un perfil diminuto con pelo largo.

Stu sabe que la he visto, me mira y me ruega please please please.

Me deslizo del saco de dormir y salto del camastro al piso, donde me quedo parado, en pelotas. Imaginate.

La mina suelta una carcajada.