domingo, octubre 15, 2006

Café el Banderín, 1

Lo que más impresiona es el silencio: llegando a Córdoba, me detengo y miro hacia Canning y luego hacia Barrio Norte. Allá, en la distancia, un colectivo eructa nubecitas de humo negro a medida que va encogiéndose.

La belga cuyo nombre desconozco me sonríe y se refiere a un par de películas que odio.

Todos los músculos me duelen y tengo la espalda de un viejito de 70 años. En cambio, la mente anda a mil con un revoloteo de ideas inconexas que hace un par de horas me habrían parecido épicas, como el anuncio de una epifanía inminente, pero ahora zumban como la renuncia de responsabilidad al final de una propaganda farmacéutica.

Lo único que quiero hacer es taparme la cabeza con una frazada y esperar a que, por fin, se me apague la tele. Propongo a la belga que agarremos un tacho y luego ensayo en la cabeza la exclamación de sorpresa que voy a soltar cuando saque la billetera a la puerta del Milhouse y descubra que anda seco.

-Necesito caminar un poco, si no te molesta.

Me molesta enormemente, pero sin un sope, lo único que puedo hacer es ladear la cabeza y seguir caminando a su lado por la avenida ancha. Los outlets tienen los postigos corridos y los únicos colores que se ven arriba de la cinta gris de asfalto vienen de las carteleras de lencería. ¿Cuántas veces vamos a ver la cara insípida y la cola burbuja de Araceli González?

Pronto la belga se harta de Córdoba, así que después de 4 o 5 cuadras, nos desviamos, doblando a la derecha. Ella insiste en que sabe por dónde vamos y, a estas alturas, estoy demasiado cansado para protestar.

El barrio está despertándose lentamente, sus postigos abriéndose para revelar no vitrinas que muestran suéteres, velas artesanales y accesorios, sino comedores oscuros y sus habitantes viejitos.

Llegamos a una esquina donde hay un café, ubicado en un edificio viejo de un solo piso. Sin consultar a la belga, entro y reparo en la única mesa libre del lugar. No me fijo en nada más; voy directo, me siento en una silla tambaleante y agarra la mesita redonda como un naufragio asiendo una balsa improvisada.

Es sólo entonces, cuando estoy instalado allí, que un olor a café molido y grasa de facturas me invade las narices y sé que estoy a salvo.

Un café con leche, tres medialunas de grasa, y vuelvo a la vida.

Veo a la belga levantar la cabeza, abrirse los ojos un poco más. Me sonríe, me habla de pavadas. Vuelve a repetir algunas cosas que me había contado anoche y me doy cuenta de que se acuerda de poco o nada de lo que pasó en el boliche.

Comienza a hablar de su historia romántica, que es en realidad una serie de pequeñas tragedias entrelazadas – una red de desastres demasiado compleja para una mente frita como la mía. Me sorprende que un corazón humano pueda soportar tanto drama.

Me cuenta una historia cuya veracidad no cuestiono, por lo increíble que sea, porque en este momento sé que es alguien incapaz de mentir.

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