lunes, agosto 27, 2007

En casa de cuchillero...

De a poco voy mejorando mi existencia material.

Hoy, vagando por San Telmo después de comer, entré en una tienda en la esquina de Tacuarí y México, atraído por las enormes ollas de aluminio que lucían en el escaparate.

La panza llena de matambre a la portuguesa, estaba con ganas de comprar algunos cuchillos de carne Tramontina, esos serruchitos que pueblan las mesas de los restaurantes porteños, desde los más grasas hasta los más elegantes. Sólo varía la materia de la manga: en éstos, es de madera; en aquellos, de plástico negro.

Conversé con el dueño de la tienda, un viejo amable que sonrió cuando le pregunté si tenía “cuchillos de bistec,” la traducción directa del inglés que se me vino a la mente.

Me mostró varios modelos. Yo los inspeccioné con cuidado, deseoso de hacer una buena elección una vez que me enteré de los precios – más altos que había supuesto, pero no tan altos para disuadirme de comprar lo que, de repente, me parecía una necesidad del hogar.

Al final, compré cinco de manga de madera. Mientras él los envolvía en hoja de diario, le repetí mi repulida micro-autobiografía, contestando la pregunta típica que mi anglicismo había provocado.

Una vez que me cobró, le agradecí y le di la mano.

Fue sólo en ese instante, mientras mi mano atravesaba el mostrador, cuando vi que en lugar de dedos, su mano derecha tenía cuatro muñones.

Luego, al salir, se me ocurrieron dos cosas: primero, no obstante la ausencia digital, me apretó la mano como un caballero, sin vacilar; y, segundo, este tipo de encuentro debe de ser el origen de un buen refrán.

miércoles, agosto 22, 2007

Diálogo de la lengua (fragmento)

Terminamos otro litro cuando Facundo Floripondio le comentó lo siguiente a Stu, dándole la botella vacía:

-Andá a comprar otra; a vos te toca.

A lo cual Stu respondió, sin vacilar:

-Que andes vos… a la reputa que te reparió.

-Pero ¿qué te pasa, loco?

-¿Qué me pasa a mí? Estoy en pedo y fui yo el que pagó por toda la cerveza que tomamos esta noche, vagoneta de mierda.

Facu miró al redentor trucho austral(iano) con una cara de asombro total antes de responderle, esta vez con un tono mucho más suave.

-Sabés, es impresionante cómo has captado el argentino.

-Al final, añadí yo, no es de sorprender: el chabón tiene el don de lenguas.

-No, no, pero estoy hablando en serio, protestó Facu. Mirá, como los dos saben, hablo inglés remal, pero me defiendo en francés, eh. Y no es por casualidad: me pasé dos años en la Bélgica, después de recibirme. Así que entiendo lo difícil que es aprender a hablar una lengua cuando ya sos grande. Y no me refiero a agarrar la gramática, ni leer libros; eso viene bastante fácil y cualquier pelotudo que tiene la disciplina para dedicarse a estudiar un lenguaje lo puede hacer. El habla es otro tema.

-Mirá, prosiguió Facu, a mi modo de ver, hay cuatro fases de la adquisición de una lengua extranjera. Primero, uno aprende a putear. Pero putea mal, viste. Hasta el yanqui más pelotudo (con todo respeto, Brandán) capta “boludo” pocas horas después de pisar Buenos Aires por primera vez. Por ahí se pasa un semestre entero aspirando merka en el baño de un boliche frente al cementerio de Recoleta, pero, sin lugar a dudas, antes de irse, habrá aprendido “dejate de joder” y un par de cosas más.

-Probablemente un treinta por ciento pasa al próximo nivel, lo que yo llamaría un conocimiento funcional. El acento, fatal; la conjugación de verbos, más allá del tiempo presente, un desastre. Pero un tipo así puede pedir lo básico en un restaurante y tal vez formular las frases necesarias para conseguir algo cuyo nombre desconoce, como un medicamento. Pero, sin superar este nivel, nunca llegará a participar en conversaciones entre hablantes nativos, nunca va a manejar el lenguaje con la sutileza que le permite captar dobles sentidos ni usar metáforas ni juegos de palabras, hasta los más simples.

-Así yo era cuando conocí a la gorda, dijo Stu.

-Y eso es lo esencial: más allá de la disciplina, superar la segunda etapa exige un cambio no académico ni intelectual, sino social: hay que, de una forma u otra, asimilarse a una comunidad de hablantes del lenguaje en cuestión. Es en esta fase que los franchutes te corrigen hasta que los querés matar a todos, en que los argentinos – y los hispanohablantes en general – te repiten el mismo cumplido cada vez que trabás una conversación con un desconocido, como si fuera por milagro que hables así: “pero ¡qué bien hablás!”

-Al final, si tenés suerte y ciertas capacidades lingüísticas, después de mucho, mucho tiempo, llegás a poder participar de un intercambio entre locales, hasta decirles chistes que les hacen reír. De hecho, la risa es clave, porque cuando metés la pata, es igual: tus interlocutores se cagan de la risa.

-Pero siempre se reían de mí, dijo Stu.

-Sí, pero ahora la risa es distinta. Se ríen, sabiendo que vos entendés porque lo hacen. Y no hay mejor forma de aprender que ser humillado, ¿no? Raramente volvés a repetir ese error, por lo pequeño que sea.

-Y luego, te hacés bilingüe, ¿no? le pregunté.

-No, loco, lo del bilingüismo es una mentira, una imposibilidad. Si no aprendés un lenguaje desde que sos muy chico, jamás vas a poder llegar a hablarlo perfectamente. Es decir, a menos que seas Joseph Conrad, olvidateló.

sábado, agosto 18, 2007

como a pluma que o vento vai levando pelo ar

Se está armando una murga en la cocina del convento.

Se está armando una murga en la cocina, a pesar de que faltan meses para carnaval.

Hace más frío que la chucha este año en Buenos Aires, y Godoy Cruz está callada y desierta. Godoy Cruz, donde siempre había un carnaval nocturno, donde los travas taconeaban las veredas y los autos desfilaban a cámara lenta.

Los curas se hartaron del quilombo y se quejaron, pero su guita no superó la de los cafishios. Al final, se decidieron a mudarse a una quinta en las afueras.

Pasaron unos meses más antes que el espectáculo se convirtiera en un asunto de la moralidad pública: salió en una revista la foto de un diputado hurgando bajo una pollera de vinilo. Luego, fue cuestión de un par de días antes que pasaran una ley desplazando a los travestis al Bosque de Palermo.

Entretanto el convento quedaba vacío, la estatua de la Virgen fue robada de su nicho, las paredes rayadas por un hincha de Vélez.

No estoy seguro cómo Enzo llegó a vivir allí; un cura era el mejor amigo de la infancia de su tía abuela en Calabria, o algo por el estilo.

Esta noche Enzo prendió velitas y las puso sobre el altar de la capilla, devolviéndole un poco de la onda mística que habría perdido cuando la desacralizaron. La miramos, pero nadie entró, o por respeto o por fiaca.

Aparte de eso, una fiesta típica: grupos congregados en el patio, fumando; el living a oscuras, la música a full, boys doooon’t cry; una surtida de botellas sobre la mesa del comedor.

Menos los que ya están girando en la pista, saludamos a todos con besos. Nos servimos cervezas, nos juntamos con los que giran en la pista, nos servimos más cerveza.

Cuando se agota la birra, salimos, llevando ponchadas de botellas como si fuera leña.

Se agota nuevamente la cerveza. Los más optimistas abrimos la heladera otra vez, en balde, haciendo caer al suelo una bandeja metálica.

-Pero ¡ésta es una murga! grita alguien.

Para Juan ya es demasiado tarde para metáforas, hasta las más comunes y corrientes: recoge la bandeja y se pone a tamborearla, tak tak tak, y, mientras lo hace, Stu saca una cuchara de la bacha y la da contra una botella vacía: dinkadinkadinkadinka. Bárbara sacude un bote de arroz, shukashukashukashuka.

Ángela, la petisa andaluza, golpea una olla casi tan grande como ella con un cucharón de madera; Enzo martillea su propia sartén hasta que vuelve una masa deforme.

Inspirados por el cacerolazo, Bruno golpea la mesada e Iván le caga a patadas a la puerta de metal, BOOOOMBOOOOMBOOOOM.

Esta noche se está armando una murga en la cocina del convento de Godoy Cruz. Esta noche hay carnaval sin religión, sino rito, sin disfraces, sin transacciones. Mañana tendremos que barrer y pedir disculpas. Pero esta noche estamos armando una murga en el convento.

martes, julio 24, 2007

Gaumont, KM 0

-¿Me hablás en serio? relinchó Facundio Florpondio. O sos masoquista o estás intentando recuperar tu identidad argentina perdida. No sé cuál es peor.

Y con eso, cortó.

Como algunos sabrán, me da fiaca ir solo al cine, así que llamé a Stu. Sabía que me iba a decir que me acompañaría, porque llevaba casi una semana encerrado en casa con su bebé.

-¿Una pelí? Bueno, dale. Una vez que le dije el título me preguntó, ¿de qué va?

Confesé que no estaba seguro, pero que era un documental del tipo que hizo La hora de los hornos. A Stu no le sonaba.

Llegué primero. O pensé que llegué primero. Saqué de mi bolsillo Op Oloop y me puse a leer mientras esperaba a Stu.

No había alcanzado el primer renglón cuando un tipo vestido con un abrigo de plumilla, una bufanda de All Boys y un gorro peruano se me acercó. Cuando “no, no tengo”, me estaba en la punta de la lengua, me di cuenta de que era Stu.

De la cara, sólo se le veían la nariz y los ojos.

-¿Entramos?

Entramos.

Stu, a veces muy hinchapelotas, insistió en que nos sentáramos en la segunda fila.

Desde esa cercanía, las imágenes de la película me parecían distorsionadas: al comienzo, toma tras toma del paisaje de los extremos del país, una versión visual de ese disco de León Gieco. En casi todas se veía la sombra de un helicóptero.

Y luego, una hora y media de montajes de astilleros, fábricas, museos polvorientos, aulas medio vacías y laboratorios que parecían sacados de la primera generación de Star Trek, todo narrado por una voz pedante, sedosa y sedada. También había una serie de entrevistas con los ingenieros, profesores, trabajadores y científicos que laburan en esos lugares. Al principio, me parecían todos muy elocuentes, luego me di cuenta de que estaban usando el mismo puñado de frases hechas, que eran las mismas que usaba el narrador, que era el que hacía todas las entrevistas.

Para colmo, el que salía más en la película era ese mismo hombre, el mismísimo viejito.

-¡Es un Michael Moore viejo y argentino! me susurró Stu. Y luego tiró un pedo tremendo. Me cagué de la risa, lo cual provocó los silbidos de las filas detrás de nosotros.

-Es que me morfé dos súper panchos antes de venir, se explicó.

Al final de la película, rodaron los créditos: Fernando E. Solanas, Fernando E. Solanas, Fernando E. Solanas. Director, editor, productor, narrador, guionista, first grip.

Por un momento hasta creí que la pelí se llamaba Fernando E. Solanas. Se lo dije a Stu.
-No, boludo, ¿no te acordás? Se llama Argentina latente.

Antes que se prendieran las luces, se estalló un aplauso tremendo. Nos dimos la vuelta y vimos una sala casi llena.

En ese instante, desde la salida, se oyó una voz ya demasiado familiar:

-Gracias por el aplauso.

¿Quién lo creería?

Allí, en carne y hueso, estaba Fernando E. Solanas: director, narrador, productor, editor, camarógrafo y público de su propia película.

Los de la fila detrás de nosotros tenían los ojos aguados.

-Voy a estar en el lobby si quieren conversar, nos dijo Solanas.

-Es un viejo choto, me dijo Stu, demasiado fuerte.

-¡Un poco de respeto, joven! exclamó una mujer que tenía un pañuelo en la mano.

-Está bien, está bien, dijo Solanas. A mí gusta dialogar con los jóvenes, especialmente los insurrectos. Son el futuro de nuestro país.

Un hombre le pidió que la sacara una foto con Stu. Solanas, encantado, asintió. Stu lo abrazó con el brazo derecho y sonrió hasta no poder más.

Cuando salíamos, escuché al hombre decirle a su mujer:

-Yo siempre suponía que era ateo.

sábado, julio 21, 2007

El Desnivel, 2

Luego de rematar los bifes, pedimos dos más. Y luego, postre: Stu y Enzo piden panqueques con dulce de leche; yo, queso y dulce; y Facundo Floripondio, un Don Pedro. Parece que le cae bien a nuestro mesero, Andresito the Giant, porque le da una botella llena de güisqui nacional para que el académico mendicante pueda administrarle su propia dosis al helado.

Una vez terminado el postre, y mientras esperamos los cafés, Facu inicia la sobremesa con una disertación sobre la comida argentina que, por falta de memoria y elocuencia, reproduzco imperfectamente aquí:

-Los viajeros ingleses que atravesaban la pampa a lo largo del siglo XIX invariablemente dedicaban unos renglones en sus crónicas a la monotonía de la dieta local, lo cual nunca ha dejado de sorprenderme, dado que estas plumas se nutrían de la comida nacional más sosa que haya conocido la humanidad.

-Bond Head, por ejemplo, un milico hijo de puta y capitalista aspirante, se queja de que lleva días comiendo carne, acompañada sólo por agua de un arroyo cercano. Claro, no podía tomar su tea, ni una gota de su preferido claret; no podía comer el curry que sin dudas había probado en la India. En fin, estaba negado la ingestión de los productos que, subconscientemente, justificaban la aventura imperial que estaba en tren de emprender.

-A la vez, la experiencia gastronómica de carnear una vaca y beber agüita fresca no era algo que ni Bond Head ni el mejor saladero pudieran reproducir fielmente.

-Es como dice Lucio Mansilla: “una picana de avestruz, boleado por mí, siempre me ha parecido la más sabrosa”.

-¿De qué carajo estás hablando? preguntó Stu. ¿Y dónde está mi café?

Veo al Gigante abajo: está chamuyando con una mujer que pesará unos cien kilos menos que él. Echa la cabeza para atrás y suelta una risa que por poco hace temblar las tablas del entrepiso. Tiene dos filas de dientes jurásicos, ideales para masticar carne recién sacada de la parilla, sea avestruz, sea matambre, sea un bife bien jugoso.

Facu se impacienta con preguntas como las de Stu y, sin darle bola, prosigue con sus pavadas:
-En su simplicidad la comida argentina es una articulación inmediata – es decir, no mediada – del campo; morfar un buen bife, alimentado de los pastos naturales de la pampa, no permite que caigas en la trampa del fetichismo capitalista. O sea, al masticar esa carne fibrosa, uno se queda consciente, trozo tras trozo, de los medios de producción que la hicieron.

-Che, la verdad es que no tengo ganas en absoluto de pensar en Mataderos cuando estoy en un asado, le digo.

-Pero lo estás haciendo sin darte cuenta, eso es lo que quiero que te metas bien en la cabeza, insiste Facu. Todo el rito del asado es un acto sobredeterminado de valores simbólicos, un conjunto de signos que remiten a un modo de vida inimitable.

-¿Y los vegetarianos? pregunta Enzo.

-Los vegetarianos, también, si bien pretenden alejarse del sacrificio ritual e industrializado que nos da nuestra identidad nacional. Pensalo bien: cada vez que un vegetariano come una milanesa de soja, lo que está ingiriendo es una concatenación complejísima de significantes vacíos – en el sentido lacaniano – porque en el acto de incorporar esa materia amasada y masificada, el vegetariano está conjugando una red compleja de valores culturales contradictorios y hasta incompatibles que les dan una unidad – si bien esa unidad es ilusoria o ilusiva – a las prácticas sociales preestablecidas por un sistema hegemónico en el cual los elementos constitutivos se relacionan de manera metonímica, por pura contigüidad. Es decir, en ese acto posmoderno por excelencia, el que niega a comer carne está rechazando la jerarquización ontológica que el platonismo le impone a la realidad y se burla, de forma radical, de la noción posaristotélica de una esencia inminente. Es decir, el único hecho ineluctible de ser argentino, de ser ciudadano de un país que vive precariamente de crisis en crisis, es comer. Comer argentino es ser argentino.

-¡La puta que lo parió! grita el Gigante. ¿Quién pidió el café descafeinado con leche descremada?

-Yo, dice Facu.

viernes, julio 20, 2007

El Desnivel

Cuando veo la pegatina de Le Guide du Routard, edición 2007 en la ventana, insisto en que vayamos a otro lugar, pero nadie me da bola.

Un mesero enorme, una reencarnación de Andre the Giant, nos coloca en una mesa en un entrepiso con techo bajo. Lo admito, estoy de mala leche, y el hecho de que estamos rodeados de franchutes y casi encima de la parilla, lo cual asegura que salimos apestando a asado, no mejora mi ánimo.

-Pero ¿qué te pasa, viejo? Stu me pregunta.

Sí, nuestro redentor trucho está de vuelta, porque, desde que Eduardo O’Malley Mallea asumió la alcaldía de la ciudad, la policía metropolitana dejó de perseguirlo. Todo el quilombo de Tierra Santa, perdonado u olvidado.

Estamos acá para festejar su retorno, de hecho, y no bien escucho su pregunta, me siento hijo de puta y, luego, un poco mejor.

Somos cuatro: el gran tano Enzo, Stu Pantokrator y Facu Floripondio, docente ad honórem de la UBA y borracho terrible. Éste pide tinto con soda mientras los demás revisamos la faja gruesa de hojas que comprende la carta del restaurante.

El mesero gigante, con una sonrisa sarcástica, nos apresura a pedir y Stu, sin vacilar, pide dos provoletas, dos choris, dos morcillas, dos bifes mariposa, una ensalada y dos porciones de papas fritas. No dudo que los cuatro podemos comer todo eso, pero soy consciente de mis bolsillos vacíos: ahora llevo casi un año sin laburar, se esfumaron mis ahorros, y estoy atrasado unos meses con el alquiler. Le recuerdo a Stu de mi sequía, pero me dice que no me preocupe.

-Los invito a todos, dice.

-¿Descubriste una mina de oro en la sierra cordobesa, o qué? bromea Facu.

-No, no es eso, dice Stu, sonriendo y corre la cremallera de su campera. Debajo, tiene puesto una remera amarilla que proclama, en letras mayúsculas negras: JUNTOS LO PODEMOS LOGRAR.

-¿Cuál será el antecedente del pronombre ése? pregunta Facu.

-Ni puta idea, dice Stu. Pero digamos que este lema es el fuente de mis ingresos.

Ahora me acuerdo la escena beatífica en Tierra Santa, cuando Stu repetía “Junto lo podemos lograr.” Y luego sucedió una cosa curiosísima: su presencia en Crónica, antes constante, se hizo nula, mientras los demás canales de la capital repitieron las imágenes del episodio por semanas seguidas. Y luego, sin explicación cualquier, esa frase insípida aparecía pintada en murallas a lo largo de la ciudad, desde Barracas hasta Villa Urquiza.

No se sabe el momento exacto en el que adoptó Eduardo O’Malley Mallea la frase como el eslogan oficial de su campaña, pero estoy casi seguro que coincidió con el fracaso de su club de fútbol de subir a Primera.

Ahora capto porque Stu prefiere esconderse entre extranjeros.

viernes, mayo 18, 2007

Tierra Santa, 3

Con todos los fieles postrados alrededor mío, implorándome con los ojos aguados, no había otro remedio: dejé que Stu me agarrara la muñeca y metiera la mano bajo su auxilio, como si la introdujera en su costado. El efecto de esta acción pasó casi inapercibida, porque nadie se movió ni habló.

Por un momento hasta los guardias de seguridad nos miraban atontados, dejando que sus radios emitieran unos sonidos crispados.

Subimos al pequeño cerro, donde uno de los tipos que nos acompañaron al entrar a la Tierra Santa se puso a rezar el Padrenuestro. La multitud, con vez temblorosa, lo recitó con él.
Apenas terminaron cuando llegaron las primeras cámaras. Un locutor con un traje a rayas, la piel quemada como un tomate y una permanente de rulos loiros trepó hasta la cumbre del cerrito y empujó su micrófono hacia la cara imperturbada de Stu.

-Dígame, por favor, ¿quién es usted y qué hace aquí? Me impresionó cómo mantenía una sonrisa de dientes cuadrados y blanqueados a la vez que hacía la pregunta.

Stu ni lo miró. Más bien, levantó los brazos y entonó una frase corta y críptica que, si no me equivoco, no tiene nada que ver con la Biblia.

-Hermanos y hermanos, juntos lo podemos lograr.

Bajó los brazos lentamente; se veía en incrementos, porque la verdadera tormenta eléctrica de flash produjo un efecto estroboscópico. Stu, consciente de esto, aseguró que sus movimientos eran deliberados, aunque una tropa de policías corrían hacia nosotros.

Mientras el locutor de la permanente y la sonrisa permanente sonreía a la cámara de su red, incapaz de decidirse a quedarse o evadir a las fuerzas de seguridad, Stu dio unos pasos hacia el público. Se apuraron a abrazarlo, protegiéndolo de los pocos canas que persistían en aprehenderlo. Los demás se habían incorporado al bullir de gente y extendían sus brazos hacia su presunto salvador.

Rodeado, incapaz de salir, Stu mantenía una calma absoluta, esperando a que los policía le sacara a la gente, cuerpo tras cuerpo. Entre los llantos pude oírlo decirme:

-Hijo mío, vaya con dios.

No sabía cómo reaccionar.

-Rajá, pelotudo, me dijo uno de sus escoltas a la vez que mostró una pistola.

martes, mayo 01, 2007

Tierra Santa, 2

¿No me creés? Te lo juro, ahuevonado, que sí, que me metieron en cana. Y bueno, fue por una sola noche, pero igual, pero fue la primera vez que me pasó en la vida, una vida picaresca bien lite, ¿viste?

Pero al pensarlo, no estuvo tan mal, porque, después de todo, creo que fue el precio justo por ver lo que vi ese día en la Tierra Santa de la Costanera Norte. Y no es que merezca el castigo, ni que esté orgulloso de lo que hicimos.

Lo que raro es que harta gente, aun más que antes, anda diciendo que Stu es una especie de santo o profeta o algo por el estilo; ahora en la contratapa de Página/12 un literato reheavy le decía “San Francisco de la Posmodernidad” e intentaba explicar el vínculo entre el santito rubio y la deuda externa.

En todo caso, sin revelar su paradero actual, digamos que se fue de la ciudad con la novia en un auto y, por lo visto, está mucho más relajado en otra parte, donde nadie lo conoce. Donde no hay mamás que les doy a sus reciénnacidos su nombre. En la Provincia de Buenos Aires, hay tres bebés llamados “Stewart,” dos “Stu” y, según dijo la prensa local, a un pibe, andá a saber, le pusieron “Esteuart.” Y del Distrito Federal, ni hablar.

Cuando entramos en Tierra Santa, yo con una peluca rubia y unos anteojos negros redondos, no nos daban bola. Pasamos por la puerta grande y fuimos directos para el Calvario, donde Nuestro Señor Jesús Cristo iba a renacer a las seis y medio. Y de nuevo a las diez y media.
Al pie del cerrito de unos tres metros de altura, había formado un público de unas sesenta o setenta personas. Muchas familias. Todos tenían la vista fija en una roca grande y redonda hacia la izquierda. Me parecía que la gente esperaba con una curiosa angustia, como si dudara y, a la vez, sintiera culpable por dudar que su Dios no volviera.

Luego hubo humo, mucho humo y es aquí que mi relato por poco se convierte en una obra de ficción. Vi muy poco pero lo oí todo.

De repente me caí en cuenta de que Stu se había esfumado. Lo buscaba y no lo encontré. Y los demás compañeros, tampoco se veían.

La roca se movió, apenas tembló un poquito. Nosotros: silencio absoluto.

Nada, nada, comenzamos a mirarnos, ansiosamente. Y luego, más nada.

Cuando una eternidad más tarde se movió por segunda vez, la roca meneaba casi un metro, revelando un rayo de luz saliendo de la tumba. Una, dos, treces veces se meneó y luego rodó trescientos sesenta grados antes de caer contra un árbol bien colocado.

Una luz brillante nos encegueció. Luego, una voz estentórea, un castelleno bien Univisión pronunció unas frases crípticas sobre el triunfo sobre la muerte. Algunos se arrodillaron. Otros quedaron asombrados ante esa luz y esa voz abrumadoras.

A medida que tomaba pasos lentos, su, Su sombra iba creciendo hasta que salió de la tumba y se plantó allí, mirándonos. Casi me cagué de miedo o de alegría o no sé qué. Y no te burles de mí, porque te juro, te lo fucking juro que lo que te digo es la pura verdad.

De nuevo esa voz univisionista nos habló, diciendo que nos paremos.

Eso fue cuando Jesús Cristo, nuestro redentor y salvador, etc. etc., se me acercó y me dijo a mí, “Ven, hijo mío. Vamos a ser pescadores de hombres,” y me dio la mano.

En ese momento, cuando por fin pude verle la cara, estaba totalmente indeciso: no sabía si debería besarle la mano, caerme de rodillas o darle una piña y decirle “¡Stu, dejate de joder! ¡Rajemos de esta mierda ya!”

lunes, marzo 26, 2007

Tierra Santa, 1

Seguro que leyeron los titulares: JESUCRISTO INENTA RETOMAR LA TIERRA SANTA; EL RETORNO DE NUESTRO SEÑOR DEL CUARTITO; AL CRISTO INGLES [sic] LE FALTO LA MANO DE DIOS. Este último fue de la misma puta Crónica que lo canonizó hace unos meses.

Poco, casi nada me había dicho Stu antes de lo que iba a suceder. Ahora que está internado en el Hospital Rivadavia, no permiten que nadie lo visite, salvo el pastor de la iglesia de su novia, su novia y una australiana cuarentona y semperborracha, parroquiana del Gibraltar, que por casualidad tiene el mismo apellido del llamado Cristo del Sur y pretende ser su tía, oriunda de Brisbane. Laura, la novia, no deja de lloriquear cuando la veo y, siempre que me refiero al papá de su hijo, solloza tan fuerte que temo que se asfixie.

En cuanto a cómo pasó lo de Tierra Santa, repoco les puedo decir – y no insistas en que vaya repitiéndolo, porque ya me pasé horas y horas en la comisaría de Santa Fe y Gurruchaga, contándoles a cana tras cana todo lo que sabía. Ahora, al pensarlo con más lucidez, sospecho que sobran versiones contradictorias y especulativas de los acontecimientos, todos firmados con esta mano que bajó de una piña un hijo de puta disfrazado del rey Gaspar. Un hecho que preferiría omitir de la versión oficial...

Sólo sé que el jueves anterior Stu fue a cenar con el papá de la amiga de Berta es una mansión en Belgrano R. Lo único que me dijo al otro día fue que cuando llegó – un chofer vino a Abasto a buscarlo – creía que por milagro habían llegado a un suburbio de Estados Unidos, porque no le entró en la cabeza que casas de esas dimensiones y ese estilo existían dentro de los límites de la ciudad de Buenos Aires.

-O sea, ¿casa tipo Edward Scissorhands?

-No, che, era más Adventures in Babysitting.

-Si la vi, la vi hace mil años.

-¿Sixteeen candles?

-...

-¿Grosse Pointe Blank?

-Tampoco.

-¿Home Alone?

-No jodás.

-¿American Beauty?

-Ah, bueno...

-Vos necesitás aprender más de tu propio país; esas son referentes claves de la cultura norteamericana. Ahora entiendo porque nadie cree que sos yanqui. Un día de estos tenemos que armar un programa de reeducación.

-Ok, un día de estos me podés enseñar cómo es mi propio país en sus pelís de mierda. Pero contame de una vez lo que pasó con el viejo de...

Cansé de repetir “el viejo de la amiga de Berta,” así que por fin le pregunté a Stu su nombre.

-Eduardo O’Malley Noséqué.

-¿Eduardo O’Malley Mallea? Stu, como el presidente de mi país peculiar y películar, se niega a leer los diarios. Ya lo sabrán ustedes: Eduardo O’Malley Mallea es el secretario de un partido político que Clarín considera digno de ser llamado “alternativo,” que es un eufemismo para “reaccionario, hasta neofascista,” si es de creer Página/12. Dirigente de un club de la B Nacional que siempre aspira al ascenso sin mucha suerte, gran enemigo de los males sin rostro que aquejan a los habitantes de Belgrano, correligionario de las ideas de Blumberg, Eduardo O’Malley Mallea es una presencia constante en los telediarios, denunciando a los políticos oficialistas y proponiendo nuevas medidas para la seguridad de Zona Norte. Desde una cara grasosa y redonda como una pata de jamón crudo, reverbera una voz estentórea que sobrepasa las capacidades de micrófonos.

-Qué sé yo... me cayó bien el tipo, dijo Stu. Me hizo probar mollejas por primera vez y la verdad es que me encantaron.

-Está bien, pero ¿de qué hablaron? ¿Qué carajo estamos haciendo acá? Acabábamos de bajar del bondi que agarramos en Plaza Italia y ahora estábamos delante de las puertas de Tierra Santa, ese parque religioso que está al toque de Newberry en la Costanera Norte.

Stu resistía a contestar mis preguntas y ahora la bolsa de plástico que tenía en la mano me ponía recontra nervioso.

-Psst. Ponete esto, dijo Stu, y me dio una camiseta de Huracán. Y un bigote falso. Luego levantó la mano al lóbulo de su oreja y lo tiró dos veces. Alrededor de nosotros, varias personas, hombres casi todos, dejaron de ser vendedores de choripanes, pescadores y padres de familia. Todos con anteojos oscuros, bigotes y barbas cuestionables e indumentaria que probablemente fuese comprada en Bond Street.

-Vení, me dijo Stu, te necesito.

Y entramos a la Tierra Santa.

jueves, marzo 08, 2007

Noche en el Abasto, 3

-Tú soi má flojo que la shusha, güeón, suele decirme un amigo chileno, lector ocasional de este blog ocasional.

Berta me dice algo parecido en argentino y hasta Stu, que ahora con su nuevo business está ganando más guita que el dios que imita, me advierte que necesito ponerme las pilas o sí o sí.

No lo veo tan urgente. ¿Por? Porque no es la primera vez que me encuentro en apuros económicos, abusando de la hospitalidad de una amigovia. Ya pasará...

Hace más de un mes que pasó lo de la noche en el Abasto y ahora, al pensarlo, entiendo que todo lo que vino a suceder desde entonces deriva de ese encuentro con el tano Enzo.

¡Grande el Enzo! Entre tantos bologneses era el único que no lucía anteojos angulares y coloridos. Hablaba un cocoliche admirable, a diferencia del castellano castizo que sus compatriotas pronunciaban gracias al Erasmo.

Así que te podés imaginar mi sorpresa cuando dijo que había estudiado en Sevilla, igual que yo, aunque dos años antes.

-Salí con una norteamericana cuando estaba allí. Una negra... de Detroit, me dijo, y luego, sin poder contenerse, largó una disertación sobre la música electrónica del Motor City. No tenía ni puta idea de lo que decía, pero igual, su entusiasmo era contagioso y terminamos conversando al lado de los chabones que tocaban sus guitarras desafinadas.

-Venite a casa un día de estos, me dijo Enzo. Vivo en un convento.

-No tenés pinta de cura.

-Es decir, es un convento desacralizado.

-¿...?

-Es que uno de los monjes era el mejor amigo de mi tío abuelo, en un pueblito cerca de Ravenna. Cuando conseguí la pasantía en la embajada, me comunicó con él y, justo en ese momento, resultaba que abandonaban el convento. Ahora está en otro en las afueras, en la partida de Mataderos y enseña a leer a los pibes de una villa que está por ahí. Al principio le dije que no, porque un amigo me ofrecía una habitación en su casa – un loft de puta madre por acá, de hecho, pero cuando terminó la pasantía y la guita se me iba, me instalé ahí. Ahora somos tres – dos paraguas y yo – los que cuidan del edificio hasta que lo vendan.

-¿Gratis?

-Y sí, pagamos sólo los gastos.

-Y ¿qué onda? ¿Por qué lo quieren vender?

-Bueno, el tema es que queda en Godoy Cruz y Guatemala... pero sobre Godoy Cruz, ¿entendés?

-Me ubico, pero ¿qué tiene que ver?

-¿Hace cuánto que estás acá?

-Qué sé yo... dos meses, tres meses. No... pará... casi cuatro.

-Por eso, dijo Enzo. Mirá, no sé si te fijaste una vez en lo que pasa en el Bosque de Palermo por la noche.

Quizás fue cuando fui a Amérika – en algún momento alguien me había hablado de los travas en el bosque.

-Bueno, es que los travestis antes laburaban por ahí...

-Y ¿los travas ahuyentaron a los monjes?

-No, todo el contrario. De hecho, creo que había buenas relaciones entre ellos... Lo que pasa es que una vez que los canas los o las echaron los precios de lotes en la zona subieron como loco y, como sabrás, no hay inmobiliaria más astuta que la iglesia católica, apostólica y romana.

Luego volvimos a la terraza a bailar. Los guitarristas estaban descansando y Grisel puso un cd de música ochentera, rebuena onda: The Cure, The Smiths... Daba mucha risa ver al tano bailar: vestía unos jeans negros apretadísimos y una remera a rayas, tipo marinero ruso, y se movía agitando los brazos y las piernas al ritmo. En algún momento alcanzó un frenesí tal que los demás de la pista le dimos lugar, formando un círculo alrededor suyo.

Pura pelí ochentera, cuadraba perfecto con la música. Hasta un amigo suyo le gritó el nombre y la gente palmoteaban.

Pero Enzo, ni bola. Los ojos cerrados, se revolvía como si estuviera solo en su habitación con los audífonos puestos.

lunes, febrero 19, 2007

Noche en el Abasto, 2

Sería mentira decir que, cuando entraron Berta y sus amigas, todo el mundo se calló, pero es una de esas mentiras que, a medida que voy repitiendo la historia, se aproxima más a una verdad ficticia... algo que, en este país en particular, a veces tiene más peso que la realidad banal de la cual se deriva.

Lo que no se puede negar es que, no bien subieron a la terraza, los mocosos que estaban machacando temas de Sumo y los Redondos dejaron de tocar y les clavaron unas miradas de hambre y desprecio.

Vi formar un hueco en la multitud y me apuré a acercarme a Berta. Me agarró, apestando a un happy hour prologado, y me besó fuerte. Luego me presentó a sus amigas y se puso roja cuando Maite le recordó de que nos habíamos conocido la Noche Vieja. Se me sonaba algo la cara, pero ya que Berta había dicho su nombre, fingí que me acordé de ella y le dije que fue un gustazo verla de nuevo.

Una vez que se acabaron las formalidades, Maite insistió en que le presentara a Stu. The Aussi Christ, dijo, con un acento Oxbridge impecable.

Después de besarlo, le pedí que levantara las manos y le mostrara la palma. Stu todavía tenía una cicatriz bastante grande.

De nuevo los músicos se callaron, seguidos por los demás de la fiesta. De un brinco, Stu trepó el muro de la terraza y, con las bóvedas del Shopping sirviendo de un telón de fondo, nos bendijo a todos.

Las risas – en gran parte provocadas por la sonrisa burlona de Stu mismo – ahogaron la encantación ya cansada (y casi insincera, diría yo), de su mujer.

Pero broma o no, cuando Stu se puso a hablar, como si estuviera conversando con alguien sentado con él en una mesa, todos lo escuchamos. Explicó que habían comprado un montón de cerveza y que era una fiesta a la gorra y que todos ellos andaban secos pero querían pasar una noche bárbara. Y así no más, su gorrita Quicksilver se colmó de pesos.

No bien lo vio, Maite lo invitó a cenar en la casa de su viejo. Dijo la dirección de una calle que desconocía.

-¿Dónde queda eso?.

-Belgrano, me explicó. Igual, no me ubiqué.

-Bueh, venite con Stu. ¿Cuándo podés?

Como si tuviera cosas que hacer, vacilé un instante antes de contestar y luego, le dije, arbitrariamente:

-El martes me vendría bien.

-A mí también, dijo Stu.

-Pues muy bien, resolvió ella, y lo anotó en un Blackberry que sacó de una cartera gigantesca.
Luego le conté a Berta lo ocurrido. Meneaba la cabeza y me dijo que tuviera mucho cuidado con el viejo.

No, nena, le quería decir, hay que tener más cuidado con el tuyo. Pero sí le pregunté:

-Y vos, ¿no venís?

Me contestó con un ‘no’ perentorio.

Fui a servirle una copa de vino.

Eso fue más o menos cuando conocí al tano Enzo, el extranjero más querido de toda la Capital Federal.

martes, febrero 06, 2007

Noche en el Abasto, 1

Berta todavía no había llegado. Stu y yo estábamos sentados en la terraza, escuchando el carbón de la parilla crujir. Él distraídamente rasgueaba su guitarra y, cuando había pausas prolongadas en la conversación, canturreaba la letra de una canción que Paula, quien lleva ahora casi tres meses de embarazo, le había enseñado. Tiene un acento que todavía es más Luca Prodán que porteño, pero igual, está intentando:

-Caminaba por la cazzzsshhe mazzzsshor..., repetía una vez tras otra.

-Se ve regorda tu mujer, le dije.

-Ella nunca deja de comer, respondió, riendo. – Y ¿la tuya?

-Si no es mi mujer, boludo. Es una amiga, nada más.

-Una amigovia, querés decir. Estaba muy orgulloso de usar le mot juste.

-Digamos que sí. Pero la verdad es que no sé cuánto más me la banco.

-¿No te gusta?

-No, no es que no me guste; es una chica copada, pero el tema es que ella tiene 27 años, ¿viste?

-Pero vos sos más grande, así que ¿qué importa eso?

-Porque ser un yanqui a los 28 es una cosa y ser argentina de una familia paqueta a los 26 es otra.

-Obvio, dijo Stu, mirando hacia la cocina, donde Paula estaba preparando la comida con Grisel, la chaqueña, hija de un médico, nativo de Morón que se puso más porteño a medida que su residencia en un hospital en Resistencia se convertía en un exilio perpetuo.

-Pero ¿pasó algo? –prosiguió Stu. –La última vez que los vi a ustedes, me parecía que estaban reenamorados.

-Y sí, pero desde que volvimos del Tigre algo ha cambiado, le expliqué. –Y sé que es medio paranoico pensarlo, pero creo que el viejo le metió algo en la cabeza.

-¿Qué cosa?

-Bueno, el tema es que ellos son súper cercanos; ella confía en él mucho más que en la mamá, cuya única aspiración en la vida es salir en las páginas sociales de La Nación, ¿viste? O sea, nada que ver con la Berta. El papá, en cambio, es un tipo bien sencillo. Es raro, Berta y él no se parecen en absoluto físicamente, pero los dos son como niños que nunca se criaron – algo que a veces es bonito y otras veces pesado, como te podés imaginar – pero, al mismo tiempo, los dos tienen un lado súper intenso.
-Mientras estábamos en el Tigre, apenas podía acercarme a ella: dormía en otra habitación con su hermano y cada vez que le mostraba un cacho de cariño, el papá o me clavaba una mirada o la abrazaba - mejor dicho, la agarraba. Se notaba que a Berta le molestaba, pero nunca se atrevió a decirle algo, porque, por lo que me contó, el viejo a veces se pone violento cuando se enoja. Y es como un toro, con un cuello así de grueso.
-La única oportunidad en toda la semana que tuvimos de estar solos era la noche vieja, cuando íbamos a la fiesta de unos amigos del hermano. Yo estaba sentado en la terraza, esperando mientas Berta cambiaba cuando el papá salió y se sentó al lado mío.
-Al comienzo, fue una conversación tranqui: él hizo su MBA en Stanford, y lo único que quería hacer era hablar de San Francisco... lo típico: primero comentó sobre lo linda que es la ciudad, luego hizo un par de bromas sobre la cantidad de putos, etc. Se agotaba el tema y de repente el tono de su voz cambió – digamos que se puso mucho más tensa.
-De repente me pregunta, “Y flaco, ¿dónde te ves dentro de dos años?" Bueh, no tengo ni puta idea, pero no le podía decir eso, así que inventé cualquier cosa, que pensaba encontrar trabajo cuando vuelva a Estados Unidos, probablemente como consultor o algo por el estilo. Luego me preguntó si nunca se me ocurrió quedarme en la Argentina y le contesté que por ahí me gustaría vivir acá unos años.

-¡No dijiste eso!

-Te lo juro, no sé, me salió así nomás. Se lo dije todo sin pensar, ¿entendés? Él no reaccionó, pero igual, sabía que le gustaron mis respuestas. Y después de eso, bueh, nada. Fuimos en lancha a la fiesta y era buena onda y todo... al principio, por lo menos. Berta estaba contentísima y los dos nos relajamos, porque era la primera vez desde que llegamos que el viejo no estaba allí para vigilarnos. Chupamos como locos y pasamos los primeros quince minutos del año nuevo besándonos en un armario y luego me dijo que me quería y media hora después se estaba vomitando en el inodoro y no dejaba de decir lo mucho que me quería. Lo raro es que, si bien no se acuerda de nada – dijo que se le apagó la tele a eso de las once y media – hasta ahora no ha dejado de decírmelo.

-Y ¿eso no te gusta? Impresionante que Stu, a seis meses de ser papá, todavía esté enamoradísimo de una chica cuya familia evangélica la echó de la casa después de que supieron que estaba embarazada.

-No es eso, le contesté. –Es que ahora la forma que me lo dice es bien distinta. Esa noche, en plena borrachera, era pura emoción, digamos, pura lujuria. Me decía “Te quiero, boludo,” pero lo que quería decir era más bien “te quiero garchar.” Pero ahora – y es cómo me mira, qué sé yo, sé perfectamente bien que quiere decir “Querés que te cases conmigo y que vivamos en un departamentito en Palermo y demos vuelta de la Plaza Armenia con un carrito Maclaren y nuestros hijos estudien en Amapola y...”

-Estás loco, dijo Stu.

-Puede ser, pero ya lo verás. Acaba de mandarme un text y dice que están estacionando el auto.

-¿Ellos?

-No, ellas. Está con dos amigas del cole – no las conozco – dice que se muere por presentármelas.

De un trago, Stu remató su litro de Brahma.

miércoles, enero 31, 2007

Por poco me hice abstemio


Este domingo me desperté en una casa frente al shopping del Abasto. Allí vive Stu con su novia, dos tipos de Neuquén, una chaqueña, dos franchutes y un tano que habla castellano como si fuera ruso. Andá a saber.

Gracias a estos chabones no pude dormir hasta las 6 de la mañana, a pesar de todo el vino en cartón que había tomado.

Después, se lo cuento...

miércoles, enero 17, 2007

El Delta del Tigre


El tío Ramón, oriundo de Lanús, blande su facón con gran destreza, imperturbado por las nubes de mosquitos que nos atacan a pesar de las velas Citronella que tapan la mesa.

-¡La reputa renga que te parió! escupe el tío Ramón, cuando parte un chori bien jugoso.

No llego a entender quién es la puta y por qué anda coja, pero parece que nadie le da bola a Ramón, aunque todos – incluso Berta – hacen cola para prepararse los choripanes que va sacando de la parrilla uruguaya.

Ya que hace un calor húmedo que me hace pensar a veces que estoy en el delta Mekong y no el del Tigre, Ramón adorna su atuendo de shorts de jean y remera San Antonio Spurs con un gorro Papá Noel. Delante de la parrilla, suda a chorros, gruñendo todo el tiempo a la puta con pata de madera que te parió.

Me asombra ver a Berta morfar chori tras chori.

-Me dijiste que no comías carne.

Con el dedo me hace callar.

-Digamos que soy vegetariana extra-familiar, me explica.

-Ta, ta, le digo.

Ramón me oye y putea a la mamá del capitán Hook. Luego me explica todas las ventajas de la parrilla uruguaya, y el papá de Berta, ex jugador del Hindu Club, por poco le parte la cabeza.

Con razón que llevo tres días evitándolo como si fuera leproso.

Ay, disculpá, pero me falta rajar... acaba de sonar mi teléfono y es Berta. Sí, otra vez. Sé que hace mucho que no blogueo, pero prometo contar lo que pasó la noche vieja dentro de poco.