martes, julio 24, 2007

Gaumont, KM 0

-¿Me hablás en serio? relinchó Facundio Florpondio. O sos masoquista o estás intentando recuperar tu identidad argentina perdida. No sé cuál es peor.

Y con eso, cortó.

Como algunos sabrán, me da fiaca ir solo al cine, así que llamé a Stu. Sabía que me iba a decir que me acompañaría, porque llevaba casi una semana encerrado en casa con su bebé.

-¿Una pelí? Bueno, dale. Una vez que le dije el título me preguntó, ¿de qué va?

Confesé que no estaba seguro, pero que era un documental del tipo que hizo La hora de los hornos. A Stu no le sonaba.

Llegué primero. O pensé que llegué primero. Saqué de mi bolsillo Op Oloop y me puse a leer mientras esperaba a Stu.

No había alcanzado el primer renglón cuando un tipo vestido con un abrigo de plumilla, una bufanda de All Boys y un gorro peruano se me acercó. Cuando “no, no tengo”, me estaba en la punta de la lengua, me di cuenta de que era Stu.

De la cara, sólo se le veían la nariz y los ojos.

-¿Entramos?

Entramos.

Stu, a veces muy hinchapelotas, insistió en que nos sentáramos en la segunda fila.

Desde esa cercanía, las imágenes de la película me parecían distorsionadas: al comienzo, toma tras toma del paisaje de los extremos del país, una versión visual de ese disco de León Gieco. En casi todas se veía la sombra de un helicóptero.

Y luego, una hora y media de montajes de astilleros, fábricas, museos polvorientos, aulas medio vacías y laboratorios que parecían sacados de la primera generación de Star Trek, todo narrado por una voz pedante, sedosa y sedada. También había una serie de entrevistas con los ingenieros, profesores, trabajadores y científicos que laburan en esos lugares. Al principio, me parecían todos muy elocuentes, luego me di cuenta de que estaban usando el mismo puñado de frases hechas, que eran las mismas que usaba el narrador, que era el que hacía todas las entrevistas.

Para colmo, el que salía más en la película era ese mismo hombre, el mismísimo viejito.

-¡Es un Michael Moore viejo y argentino! me susurró Stu. Y luego tiró un pedo tremendo. Me cagué de la risa, lo cual provocó los silbidos de las filas detrás de nosotros.

-Es que me morfé dos súper panchos antes de venir, se explicó.

Al final de la película, rodaron los créditos: Fernando E. Solanas, Fernando E. Solanas, Fernando E. Solanas. Director, editor, productor, narrador, guionista, first grip.

Por un momento hasta creí que la pelí se llamaba Fernando E. Solanas. Se lo dije a Stu.
-No, boludo, ¿no te acordás? Se llama Argentina latente.

Antes que se prendieran las luces, se estalló un aplauso tremendo. Nos dimos la vuelta y vimos una sala casi llena.

En ese instante, desde la salida, se oyó una voz ya demasiado familiar:

-Gracias por el aplauso.

¿Quién lo creería?

Allí, en carne y hueso, estaba Fernando E. Solanas: director, narrador, productor, editor, camarógrafo y público de su propia película.

Los de la fila detrás de nosotros tenían los ojos aguados.

-Voy a estar en el lobby si quieren conversar, nos dijo Solanas.

-Es un viejo choto, me dijo Stu, demasiado fuerte.

-¡Un poco de respeto, joven! exclamó una mujer que tenía un pañuelo en la mano.

-Está bien, está bien, dijo Solanas. A mí gusta dialogar con los jóvenes, especialmente los insurrectos. Son el futuro de nuestro país.

Un hombre le pidió que la sacara una foto con Stu. Solanas, encantado, asintió. Stu lo abrazó con el brazo derecho y sonrió hasta no poder más.

Cuando salíamos, escuché al hombre decirle a su mujer:

-Yo siempre suponía que era ateo.

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