martes, noviembre 21, 2006

Gibraltar, 2

No bien le digo mi nombre, la mina abre su cartera y me doy un billete de cien pesos. Cien mangos, yessir. Lo examino minuciosamente, como si sospechara que estuviera falsificado. Pero en realidad lo miro de pura sorpresa, pasmado por el acto de caridad insólito.

Stu le da las gracias al besarla con una voracidad que sugiere que habría sido mejor pedir dos canastas de fish and chips.

Me dirijo al bar. Tengo la intención de darle a la mina el vuelto.

Y ¿cómo se llama? me pregunto.

Ni puta idea. Quiero olvidar que se me olvidó, pero no puedo.

Con el vuelto, me compro un chopp y me siento a la barra. Al lado mío está sentada una chica con flequilla rolinga, jeans negros apretadísimos y una camiseta Lacoste color fucsia.

Me doy cuenta de que llevo casi un mes en la Argentina, el país en que nací, y puedo contar con las dos manos las veces que tuve conversaciones verdaderas con argentinos verdaderos, aparte de mi tía abuela en Luján y un chabón que labura en el Millhouse. Hasta llego a preguntarme ¿por qué carajo viniste cuando podías haber hecho esto en cualquier parte del mundo? En Praga, por ejemplo. O en Nueva Zelanda. O Katmandú.

-Where are you from? Su acento británico-escolar interrumpe mis reflexiones sobre la superficialidad de mi vida mochilera, pero cuadra bien con el sitio: acá la mitad de los clientes son extranjeros, angloparlantes casi todos.

Me gusta esta especie de pregunta, porque cada vez que alguien me la hace, me da la posibilidad de enmendar mi propia identidad. Claro, hay límites a lo que se puede inventar, pero te sorprenderías con la mierda que podés decir.

Le contesto en español. Ella intenta no reírse, pero sé que está pensando que sueno como una película norteamericana doblada. Lo exagero un poco, porque impone una cierta distancia cultural entre nosotros, lo cual, paradójicamente, nos permite hablar con más franqueza.

Ella me cuenta de toda su familia: de sus viejos en Belgrano, de su hermano mayor que es consultor en Madrid, de su prima haciendo una pasantía en Bologna. Comparte conmigo el recuerdo de su último viaje al exterior – a Irlanda (el apellido de mi abuelo materno es Connelly, me dice con orgullo) – que hizo en 2000 después de recibirse de la UCA. Trabaja en Puerto Madero, para una empresa finlandesa que hace no sé qué (y por lo visto ella tampoco lo tiene muy claro).

Yo, por mi parte, soy periodista – nacido en Caracas, pero hijo de un petrolero norteamericano y un ama de casa, oriunda de Yokahama. Estoy indagando la industria ganadera argentina.

-No tenés pinta de chino, para nada.

Le explico que mi mamá tiene facciones muy europeas.

Sigo con mi historia: estudié periodismo en Columbia University, publiqué un par de cuentos en The New Yorker y vivo en un loft en SoHo. Siempre que digo que soy de Nueva York, lo sigo con una ráfaga de nombres de calles, de barrios y a veces de bares: Perry, West 86th, Broadway, Lower East Side, Single Room Occupancy.

Ella finge conocer a fondo los lugares que voy enumerando. Levanta las cejas, por ejemplo, cuando digo “Broome Street,” un nombre que en realidad no me dice nada.

Una vez terminada esta primera vuelta de la conversación, hablo más sinceramente, de mis impresiones de la ciudad, dónde me gusta salir, etc. Me da su número de teléfono.

No se me ocurre decirle nada más, aunque quiero que continúe la conversación. Por suerte, interviene Stu:

-Che, vamos a la casa de Flor.

Supongo que Flor es nuestra benefactora.

-¿Venís? Stu le pregunta a... miro la hoja que me acaba de dar – a Berta. Que nombre más feo para una chica tan linda.

-Bueno, dice después de vacilar un instante.

martes, noviembre 14, 2006

Gibraltar, 1

Hace una semana que tengo un hachazo que me parte la cabeza. Hoy me desperté jurando que nunca volvería a tomar, pero ¿qué vas a hacer? cuando tu amigo se ha convertido en una celebridad local y todo el mundo le quiere invitar un trago.

Tardamos poco en caernos en cuenta de la generosidad porteña. Y no creas que es una ciudad de fanáticos religiosos, ni mucho menos. A mi modo de ver, Stu – a pesar de pecar cada vez que bebe alcohol, según su iglesia – es el más creyente de todos.

Es decir, a medida que el renombre de “el australiano estigmatizado” crece, de boca en boca, a la contratapa de Página/12, a los labios del mismísimo alcalde de la ciudad autónoma, más y más gente viene a participar de la gran joda, a la vez que Stu se cree cada día más nuestro redentor.

Nunca te lo admitiría, pero anoche, por ejemplo, estábamos en Million cuando estaban por cerrar y Stu le puso las manos en la frente de una chica que no lo dejaba en paz, tratando de exorcizar sus demonios.

Por lo visto, nadie en este país entiende los gestos de Stu. Durmieron él y la endemoniada en el hostal anoche y me tocó a mi cambiar de cama con él cuando se oyó la voz de su novia detrás de la puerta.

Las cosas que hago por tragos gratuitos.

Supongo que todos milagros, sean truchos o no, son oportunos, pero éste lo es en particular, porque hace una semana que la sensación térmica es una cifra más alta que el saldo de mi cuenta corriente.

Pero ahora el barman me está diciendo que le debo 80 pesos. Calculo que puedo alcanzar la salida fácil, pero Stu el terrible está en el fondo del sitio, compartiendo una canasta de fish and chips con otra mina. Lo miro de reojo: con el pulgar y el dedo índice va recogiendo migajas de pescado frito y papas y devolviéndolas a la canasta; la mina se está cagando de la risa.

¿Basta, Señor, un solo plato para todo el bar?

viernes, noviembre 03, 2006

El Cuartito, 2

¡Gran misterio de la fe! A medida que el queso se enfría, la cabeza de Jesús va cobrando vida: las mejillas, los labios se ponen coloridos. Los demás clientes de la pizzería dejan de fijarse en Crónica y los carteles de boxeo en las paredes y rodean la mesa, donde Stu está balbuceando una oración.

Llegan un camarógrafo y un periodista de Crónica y me mareo cuando miro el televisor y me doy cuenta de que estoy viéndome viéndome.

Una anciana le pide a Stu que rece por su marido que está muriendo de cáncer de próstata y Stu tiene el tino de gritar sí mientras arranca con otra oración que nadie llega a entender.

Al lado mío, un chanta que pretende ser el “agregado cultural del Vaticano a la República Argentina” le ofrece a Stu un fajo magro de pesos por la cabeza de Cristo.

El mozo sencillamente quiere levantar el tablón y cobrarnos, pero la multitud impide que se acerque a la mesa. Por fin, a empujones y gritos, alcanza ponerse al lado del australiano renacido y le insiste en que suelte el tablón y lo deje laburar en paz de una vez.

Stu, con su cuerpo y melena de león, tiene los ojos bien abiertos de miedo y menea la cabeza, sustituyendo “no” por “sí” sin interrumpir su fervor oratorio.

Estamos solos – los dos otros del hostal se zafaron no bien llegó el equipo de Crónica – y sentimos aumentar el número de gente y la expectativa de que suceda algo milagroso.

De golpe el periodista mete un micrófono delante de Stu, a la vez que el mozo intenta sacar unos vasos de la mesa. Stu cree que intentan robarle a Jesús y extiende el brazo para impedirlos. El periodista malinterpreta el gesto y le agarra la mano derecha de Stu, que se cae directo sobre la púa donde está ensartada la cuenta. La puntita de metal sale por el dorso de la mano. Antes de que alguien reaccione, saca bruscamente la púa y pone la mano delante de la cámara para taparla.

-¡Bendito sea! solloza la anciana.

Cuando la mano estigmatizada se ve gigante en la tele, todo el mundo se arrodilla y se calla, yo le tiro al mozo un billete de 20 pesos, agarro la otra mano de Stu y salimos corriendo hacia Marcelo T. No bien llegamos a la esquina, Stu detiene con la mano ensangrentada el 152.

El colectivero no nos cobra.