lunes, febrero 19, 2007

Noche en el Abasto, 2

Sería mentira decir que, cuando entraron Berta y sus amigas, todo el mundo se calló, pero es una de esas mentiras que, a medida que voy repitiendo la historia, se aproxima más a una verdad ficticia... algo que, en este país en particular, a veces tiene más peso que la realidad banal de la cual se deriva.

Lo que no se puede negar es que, no bien subieron a la terraza, los mocosos que estaban machacando temas de Sumo y los Redondos dejaron de tocar y les clavaron unas miradas de hambre y desprecio.

Vi formar un hueco en la multitud y me apuré a acercarme a Berta. Me agarró, apestando a un happy hour prologado, y me besó fuerte. Luego me presentó a sus amigas y se puso roja cuando Maite le recordó de que nos habíamos conocido la Noche Vieja. Se me sonaba algo la cara, pero ya que Berta había dicho su nombre, fingí que me acordé de ella y le dije que fue un gustazo verla de nuevo.

Una vez que se acabaron las formalidades, Maite insistió en que le presentara a Stu. The Aussi Christ, dijo, con un acento Oxbridge impecable.

Después de besarlo, le pedí que levantara las manos y le mostrara la palma. Stu todavía tenía una cicatriz bastante grande.

De nuevo los músicos se callaron, seguidos por los demás de la fiesta. De un brinco, Stu trepó el muro de la terraza y, con las bóvedas del Shopping sirviendo de un telón de fondo, nos bendijo a todos.

Las risas – en gran parte provocadas por la sonrisa burlona de Stu mismo – ahogaron la encantación ya cansada (y casi insincera, diría yo), de su mujer.

Pero broma o no, cuando Stu se puso a hablar, como si estuviera conversando con alguien sentado con él en una mesa, todos lo escuchamos. Explicó que habían comprado un montón de cerveza y que era una fiesta a la gorra y que todos ellos andaban secos pero querían pasar una noche bárbara. Y así no más, su gorrita Quicksilver se colmó de pesos.

No bien lo vio, Maite lo invitó a cenar en la casa de su viejo. Dijo la dirección de una calle que desconocía.

-¿Dónde queda eso?.

-Belgrano, me explicó. Igual, no me ubiqué.

-Bueh, venite con Stu. ¿Cuándo podés?

Como si tuviera cosas que hacer, vacilé un instante antes de contestar y luego, le dije, arbitrariamente:

-El martes me vendría bien.

-A mí también, dijo Stu.

-Pues muy bien, resolvió ella, y lo anotó en un Blackberry que sacó de una cartera gigantesca.
Luego le conté a Berta lo ocurrido. Meneaba la cabeza y me dijo que tuviera mucho cuidado con el viejo.

No, nena, le quería decir, hay que tener más cuidado con el tuyo. Pero sí le pregunté:

-Y vos, ¿no venís?

Me contestó con un ‘no’ perentorio.

Fui a servirle una copa de vino.

Eso fue más o menos cuando conocí al tano Enzo, el extranjero más querido de toda la Capital Federal.

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