martes, octubre 31, 2006

El Cuartito, 1

A eso de las tres, Stu entra en la habitación donde Kat, la antigua belga innominata, y yo estamos dormidos.

-¿Venís a mi despedida?

-¿Cómo que te vas? le pregunto, el otro día me decías que te quedabas.

-No, boludo. Me voy del hostal. Venite, por favor.

Dos horas más tarde – por suerte me muero de hambre después de esa noche en el boliche y las confesiones interminables de Kat – nos encaminamos hasta otra puta pizzería. A estas alturas, seguro que Stu las conoce todas y según él, ésta es su favorita.

Kat, al final, se decide a seguir durmiendo; un grupo va más tarde a Ópera Bay.

En el camino Stu está de muy buen humor: sonríe y bromea del mes de joda que nos pasamos juntos, pero como si hablase del protagonista de una novela de que se acuerda a medias. Sospecho que la memoria borrosa no es por la borrachera constante, sino algo más, porque no me permite ni enmendar ni contribuir a sus relatos, relatos que fueron, en primer lugar, improvisaciones hechas de una masa de recuerdos colectivos a doble visión por un grupo de amigos pasajeros – es decir, hostaleros – para quienes ni la vergüenza ni la moderación existen.

Al final, somos sólo cuatro, pero, igual, Stu insiste en que pidamos tres muzzas. ¿Y para tomar? Stu dice que quiere una coca. Yo, sin captar su error, le pido al mozo no tan mozo dos litros de cerveza, y Stu me mira con la cara torcida, haciendo una mueca que comunica una emoción entre el terror y la tristeza.

Llegan la pizza y atacamos. Tiene una masa densa y gruesa, gruesa porque necesita apoyar un lecho de muzzarella derretida y aceitosa que está salpicada de orégano y trocitos de ajo. Cada bocado es puro deleite, una aproximación tan acertada a la forma ideal de pizza que no puedo dejar de comer, porque ya sé que, si lo hago, nunca volveré a probar pizza sin sentir una desilusión tremenda.

De repente, sólo se queda una porción. Me corresponde a mí, creo. Sin preguntarle a nadie, intento levantarla con el tenedor, cuando oigo a Stu chillar como si alguien lo clavara una puñalada.

-Si la tocás, no te perdono nunca, comemiércoles, me dice, los ojos llenos de lágrimas.

Por poco me río, hasta que veo que tiene la mirada clavada en el tablón de madera y la porción que queda.

Está balbuciendo algo, pero no importa, lo veo clarito: pegoteada al tablón, una mancha de muzza forma la cara de Jesús, de perfil.

lunes, octubre 23, 2006

Café el Banderín, 2

La belga aferraba, no, abrazaba la taza fría con las dos manos, su mirada fija en los granos de azúcar al fondo.

-Como todos, lo conocí por internet. Nunca había salido con alguien... bueh, con un hombre – se corrigió-, más chico que yo, pero me gustaba su perfil: era DJ, sabía un montón de música electrónica, se veía buen mozo en la foto, pero tenía un tatuaje enorme, intricado, tapando los hombros.

-Nos pusimos a chatear, al principio sobre las pavadas típicas – la música, nuestros boliches favoritos, qué sé yo. Y de repente me preguntó algo refuerte, algo que casi me ofendió, pero igual le contesté honestamente. Y eso fue lo notable: nunca, ni una sola vez le dije una mentira al chabón; ya sabrás por qué.

-Por dos semanas nos chateábamos muy seguidos, ponele tres veces al día, y sobre las cosas más íntimas. Nuestros secretos, nuestras fantasías, de todo, ¿viste? Y no sólo de cosas felices. Las cosas más perversas, las más dolorosas. Por ejemplo, es el único que sabe que aborté al bebé de un novio, porque no quería casarme con él. Bueno, ahora sos el segundo. Da igual.

-Por fin, quedamos en juntarnos. Íbamos a encontrarnos en un café que él me propuso. La elección del sitio me sorprendió, no sólo porque quedaba muy cerca de mi casa, sino también porque era, de todos los cafés en una zona de la ciudad repleta de bares y cafés, era mi favorito.

-No suelo preocuparme de mi apariencia; soy bastante segura de mí misma, pero ese día tardé horas en arreglarme. No sé cuántas veces cambié de vestido, ni cuántas veces me inspeccioné. Estaba tan nerviosa que no podía dejar de cagar y, cada vez que me lavaba las manos, me miraba fijo en el espejo e inventaba y ensayaba pelotudeces que se me ocurrían decirle al presentarnos.

-Al fin salí de mi casa muy retrasada, corriendo. Llegué a la esquina, donde hay una parada de colectivo, justo cuando unos pasajeros estaban bajando de un bondi. Y lo vi allí, bajando, y esperaba que no me viera. Y me vio. Me puse roja y quedé allí, parada como boluda mientras se me acercaba.

-Nos besamos y luego nos quedamos allí mirándonos. Iba decirle algo – hasta abrí la boca, pero cuando intenté pronunciar algo, no pude. Y a él, le pasó lo mismo. Por no sé cuánto, por ahí cinco, diez minutos, no nos movimos. Le escudriñé la cara: las cisuras de sus labios finos, su piel quemadita, unos ojotes negros negros. Una mirada tierna, franca, incapaz de malicia.

-Entretanto me estudiaba de los pies a la cabeza. No es que se fijaba en alguna parte mía en particular, a pesar de que llevaba una remera muy apretada; más bien, yo tenía la impresión de que estaba tratando de reconciliar mi cuerpo con la imagen que había formado de mí a base de nuestros chats. Y por fin – lo vi en los ojos – lo logró.

-No había nada más que hacer. Le agarré la mano, le dirigí hasta mi edificio, le besé en el ascensor y lo llevó directo a mi cama donde, sin dirigirme ni siquiera una palabra, me cogió sin quitarse los tenis.

-Por dos semanas, repetíamos este rito todos los días, hasta que dejé de ir al laburo. Nunca nos cruzamos una palabra. O sea, por horas seguidas, antes de los encuentros, nos escribíamos, planeando hasta el más mínimo detalle todo lo que nos íbamos a hacer. A veces, mientras venía en el bondi, me escribía texts con algunas preguntas, algunas dudas que le quedaban. Pero a partir del momento en que bajaba del colectivo, no nos decíamos nada.

-Pero un día vino a mi casa con un ramo de flores – algo que ni esperaba ni quería – y me dijo, Kat, te quiero, y nunca lo volví a ver.

Y así aprendí el nombre de la belga.

domingo, octubre 15, 2006

Café el Banderín, 1

Lo que más impresiona es el silencio: llegando a Córdoba, me detengo y miro hacia Canning y luego hacia Barrio Norte. Allá, en la distancia, un colectivo eructa nubecitas de humo negro a medida que va encogiéndose.

La belga cuyo nombre desconozco me sonríe y se refiere a un par de películas que odio.

Todos los músculos me duelen y tengo la espalda de un viejito de 70 años. En cambio, la mente anda a mil con un revoloteo de ideas inconexas que hace un par de horas me habrían parecido épicas, como el anuncio de una epifanía inminente, pero ahora zumban como la renuncia de responsabilidad al final de una propaganda farmacéutica.

Lo único que quiero hacer es taparme la cabeza con una frazada y esperar a que, por fin, se me apague la tele. Propongo a la belga que agarremos un tacho y luego ensayo en la cabeza la exclamación de sorpresa que voy a soltar cuando saque la billetera a la puerta del Milhouse y descubra que anda seco.

-Necesito caminar un poco, si no te molesta.

Me molesta enormemente, pero sin un sope, lo único que puedo hacer es ladear la cabeza y seguir caminando a su lado por la avenida ancha. Los outlets tienen los postigos corridos y los únicos colores que se ven arriba de la cinta gris de asfalto vienen de las carteleras de lencería. ¿Cuántas veces vamos a ver la cara insípida y la cola burbuja de Araceli González?

Pronto la belga se harta de Córdoba, así que después de 4 o 5 cuadras, nos desviamos, doblando a la derecha. Ella insiste en que sabe por dónde vamos y, a estas alturas, estoy demasiado cansado para protestar.

El barrio está despertándose lentamente, sus postigos abriéndose para revelar no vitrinas que muestran suéteres, velas artesanales y accesorios, sino comedores oscuros y sus habitantes viejitos.

Llegamos a una esquina donde hay un café, ubicado en un edificio viejo de un solo piso. Sin consultar a la belga, entro y reparo en la única mesa libre del lugar. No me fijo en nada más; voy directo, me siento en una silla tambaleante y agarra la mesita redonda como un naufragio asiendo una balsa improvisada.

Es sólo entonces, cuando estoy instalado allí, que un olor a café molido y grasa de facturas me invade las narices y sé que estoy a salvo.

Un café con leche, tres medialunas de grasa, y vuelvo a la vida.

Veo a la belga levantar la cabeza, abrirse los ojos un poco más. Me sonríe, me habla de pavadas. Vuelve a repetir algunas cosas que me había contado anoche y me doy cuenta de que se acuerda de poco o nada de lo que pasó en el boliche.

Comienza a hablar de su historia romántica, que es en realidad una serie de pequeñas tragedias entrelazadas – una red de desastres demasiado compleja para una mente frita como la mía. Me sorprende que un corazón humano pueda soportar tanto drama.

Me cuenta una historia cuya veracidad no cuestiono, por lo increíble que sea, porque en este momento sé que es alguien incapaz de mentir.

sábado, octubre 07, 2006

Amérika

De pronto tengo la sensación rara de que alguien me está fichando. Lo cual me sorprende, porque ya hace un par de horas perdí contacto con mi propio cuerpo. Nada nos divide; la luz estroboscópica, el humo y la música ametralladora nos anulan, nos funden.

Bueno, hubo un momento pasajero de lucidez, cuando descubrí que no, no me había puesto una peluca, sino que esos cabellos largos eran las de una belga del hostal, y que hacía unos minutos que le estaba besando el cuello y mordisqueando la oreja.

Después, la perdí, me perdí. Se me perdió la botella de agua que iba tomando, y me puse a bailar – a girar, a gritar, a saltar a full.

Pero ahora... Es como si alguien estuviera respirando fuerte justo detrás de mi y, efectivamente, cuando doy la vuelta, estoy envuelto en la oscuridad de una peluca tipo Bárbara Streisand.

-Hola, me saluda una voz que no es la de Babs. Su aliento huele a vacaciones hawaianas baratas: ron, ananá y coco.

Estoy a punto de responderle, cuando descubro que mi lengua está impedida por otra que parece buscar mis amígdalas.

Claro, ni puedo darle las gracias.

Por primera vez desde no sé cuándo, de a poco estoy tomando conciencia de mi cuerpo: una lengua; un mentón frotado por otro mentón, cuadrado y tosco; unas manos. Una de éstas toca una protuberancia redonda y sólida, muy sólida.

Y luego, los oídos:

-You fucking asshole!

Un cachetazo: los cachetes.

La Bárbara Streisand retrocede puteando, mientras la belga, de cuyo nombre desesperadamente quiero acordarme, me grita, invocando la palabra love tantas veces que da miedo.

Pienso que me queda una pastillita más, pero cuando hurgo los bolsillos, no encuentro nada más que unas monedas y, mientras trato de consolar a la belga, que se retiró de la pista y se acurrucó en un sofá en un rincón, se me ocurre que no tengo plata por el bondi.